Prólogo

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Leonard Kastner había pensado seriamente en retirarse. Debería haber hecho algo más que pensarlo. Había amasado más dinero del que creía posible mediante el uso de sus habilidades. Estaba en la cúspide de su carrera profesional, con éxitos incontestables, y nunca había rechazado un trabajo. Sus clientes lo sabían. Los detalles carecían de importancia. De hecho, en la mitad de las ocasiones ni siquiera se los daban hasta después de haber aceptado un trabajo. Sin embargo, su profesión cada vez le desagradaba más y estaba perdiendo habilidad. Si nada importaba, todo era válido. Si uno empezaba a cuestionarse sus propios actos, las cosas cambiaban.

Con más riqueza de la que necesitaba desde hacía bastante tiempo, ya no tenía necesidad de arriesgarse y tampoco le hacía falta aceptar ese trabajo en concreto. Pero le habían ofrecido más dinero del que podía rechazar, mucho más de lo que había ganado en los últimos tres años, y le habían pagado la mitad por adelantado. Aunque la increíble cifra no era de extrañar. Era uno de esos encargos raros en los que el matón de turno que lo había contratado quería que se comprometiera de antemano, antes de que le dijeran de qué se trataba.

Jamás lo habían contratado para matar a una mujer. Sin embargo, iba a terminar su carrera con un crimen más horrible todavía: iba a matar a un bebé. Y no a cualquier bebé, sino a la heredera al trono. ¿Un asesinato político? ¿Venganza contra el rey Alejandro? No se lo habían dicho y tampoco le importaba. En algún momento de su vida, había perdido la humanidad. Solo era un trabajo más. Tenía que repetírselo una y otra vez. No iba a terminar su carrera con un fracaso. Si el encargo le resultaba desagradable, se debía a que quería a su rey y a su país. Pero el rey podía tener más hijos en cuanto abandonara el luto y se casara de nuevo. Seguía siendo un hombre joven.

Entrar en el palacio del rey Alejandro durante el día era fácil. Las puertas del palacio, situadas en el patio de la antigua fortaleza que se alzaba sobre la capital de Lubinia, rara vez se cerraban. Por supuesto, dichas puertas estaban vigiladas, pero se les negaba la entrada a muy pocas personas, incluso cuando el rey se encontraba en el palacio. Que no era el caso. El rey se había retirado a su residencia invernal en las montañas justo después de que se celebrará el funeral por la reina, hacía cuatro meses, para llorarla en paz. La reina había muerto apenas unos días después de dar a luz a la heredera que alguien quería muerta.

Habrían detenido a Leonard en las puertas si hubieran tenido la más mínima sospecha de quién era, pero pasó desapercibido. Leonard tenía una reputación nefasta, pero estaba asociada a Rastibon, su alias. Habían puesto precio a su cabeza en su propio país y en varios países colindantes. Pero nadie sabía qué aspecto tenía Rastibon. Siempre se había cuidado de ocultar su cara, usando capuchas, reuniéndose con sus contactos en callejones oscuros y ocultando su voz cuando era necesario. Siempre había pensado retirarse en su propio país sin que nadie supiera cómo había amasado su fortuna.

Vivía en un barrio muy próspero de la capital. Sus caseros y sus vecinos no eran muy curiosos, y cuando le preguntaban por su trabajo se limitaba a hablar de un negocio de exportación de vinos para explicar sus frecuentes ausencias. Porque sabía de vinos. Podía hablar de vinos de largo y tendido. Pero había dejado bien claro que no estaba por la labor de perder el tiempo charlando, de modo que tenía fama de un hombre taciturno al que era mejor dejar tranquilo, cosa que él prefería. Un hombre son su oficio no podía permitirse tener amigos a menos que fueran del mismo gremio. Pero incluso en ese caso tendrían un problema de competición.

No era tan sencillo entrar al ala donde se encontraba la habitación infantil, pero Leonard tenía recursos. Había descubierto que mujeres cuidaban de la heredera de Alejandro y había elegido a la niñera como objetivo.

Se llamaba Helga. Una viuda joven y de aspecto corriente, con una hija a la que seguía amamantando, razón por la que había conseguido el trabajo en el palacio. Le llevó una semana engatusarla para meterse en su cama durante breves visitas familiares en la ciudad. Pero era un hombre un hombre agradable de unos veintitantos años, algunos dirían que apuesto con su pelo castaño oscuro y sus ojos azules, y conservaba cierto encanto de la época en la que no era un asesino despiadado. También tendría que matar a Helga si quería retirarse en su país natal. Si la dejaba con vida, podría identificarlo.

Las reglas de la pasión - CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora