Capítulo 30

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Camila seguía sentada a la mesa en el gabinete de Lauren, demasiado nerviosa como para comer otro bocado, como para moverse siquiera.

Casi deseaba que Lauren volviera y le dijera:

«Camila, ¿otra mentira?»

Eso mismo debió de pensar Lauren cuando se marchó, porque no parecía temer siquiera la posibilidad de que su trabajo estuviera amenazado. Posiblemente había exagerado esa parte.

—Señora, ¿le gustaría tomar un baño?

Boris tuvo que hacerle la pregunta dos veces para que ella reparara en su presencia.

—No... bueno, sí.

El criado sonrió, encantado.

—Le he llenado la tina en la cocina.

—¿En la cocina?

—Es donde todos nos bañamos, la estancia más caldeada. Tendrá intimidad.

Se sentía demasiado sucia como para rechazar el ofrecimiento. Si se daba prisa, podría acabar antes de que Lauren regresara. Además, la cocina ya estaba vacía y la tina, que era muy grande y redonda, estaba dispuesta frente al horno. El delicioso aroma del pan que se horneaba en su

interior flotó hasta ella. Deseó poder librarse de las preocupaciones disfrutando de un largo baño,

pero no se atrevía a demorarse más de la cuenta, de modo que se lavó más rápido que nunca. Y no le pareció suficientemente rápido.

Aunque no estaba de cara a la puerta, la corriente de aire que notó en los hombros la avisó de que alguien la había abierto sin hacer ruido. Echó un vistazo por encima del hombro y se sumergió aún más. Por supuesto que era Lauren. Nadie más se habría atrevido a entrar.

—¿Te importa? —le preguntó hecha una furia.

—En absoluto —respondió Lauren, apoyándose en la jamba de la puerta con los brazos cruzados y una sonrisa en los labios.

Puesto que no había suficiente agua como para que la cubriera por completo, Camila se pegó al extremo de la tina más cercano a Lauren a fin de ocultarse en la medida de lo posible y sacó un brazo para señalar la puerta con gesto sugerente.

—Ni hablar —dijo la capitana, aunque al ver que sus ojos la miraban con expresión asesina, suspiró y se enderezó—. Supongo que puedo matar el tiempo poniéndole a Boris morado el otro ojo, por haberte dejado a solas en una estancia llena de cuchillos.

—¡La he oído! —gritó el susodicho desde el gabinete.

Aunque Camila no creía que Lauren hubiera hablado en serio, tal vez Boris fuera de otra opinión. La gélida corriente de aire que de repente atravesó la estancia puso de manifiesto que el criado había salido corriendo sin cerrar siquiera la puerta. Lauren soltó un juramento mientras iba a cerrar la puerta, dejándola sola de nuevo. Camila se puso en pie, se envolvió el pelo con una toalla y se secó con otra rápidamente, tras lo cual se vistió antes de que ella volviera y siguiera

avergonzándola.

Sabía que no iba a encontrar al rey en el gabinete. De ser así, Lauren no se habría plantado en la puerta para observarla con avidez. Y era evidente que estaba de buen humor, así que debía suponer que la carta de Poppie jamás llegó a manos de su padre. Un hecho que las devolvía al principio. O más bien al punto donde Lauren la usaría para atraer a Poppie.

Abatida, volvió al gabinete. Lauren no se había marchado en pos de Boris. Había colocado una de las sillas delante del fuego, que crepitaba alegremente ya que acababa de añadir un leño.

Las reglas de la pasión - CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora