Capítulo cinco

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Las nubes blancas y pomposas se habían acumulado en el cielo grisáceo, impidiendo que los tenues rayos de sol que habían escaseado durante toda aquella jornada desaparecieran por completo entre aquellas nubes de azúcar que decoraban el que pocas veces había sido un cielo azul.

La lluvia había aminorado en cierto nivel y, ahora, solamente una molesta y constante cortina de agua mojaba mis lisos cabellos castaños ocultos desde hacía un buen rato por mi bolso oscuro, en el que había sonado mi teléfono móvil en varias ocasiones y, aún así, a mí me había dado igual.

Conseguí llegar más o menos intacta a la puerta de mi edificio y tuve que apretar más de uno de los botones del telefonillo hasta que la vecina del segundo, la señora de sesenta años que solía traer a más de un jovenzuelo a su apartamento cada fin de semana, contestó:

—¿Devon? —preguntó, con la voz acaramelada.

Arrugué la nariz, algo disgustada por aquel tono en el que me había respondido. Así que esperaba compañía. Un lunes.

—Eh, no. Soy Agathe, la vecina del quinto, me he dejado las llaves y... —dije, intentando no parecer demasiado estúpida.

En realidad las llaves estaban dentro de mi bolso, pero, visto que me estaba empapando incluso bajo la pequeña entrada, prefería no ponerme a rebuscar en aquel universo paralelo que era mi shopper las llaves del portal.

Oí un gruñido por parte de la vecina del segundo y presidenta de la comunidad antes de que se desbloqueara la puerta de cristal y hierro forjado y, con una sonrisa, entré en el vestíbulo de mi edificio, el cual, desde que llegué, olía a humedad, hubiera o no hubiera llovido.

Tomé el primer tramo de escaleras a la vez que intentaba recolocar el bolso sobre mi hombro y, cinco pisos después, todavía no lo había conseguido. Malditas contracturas cervicales.

Saqué mis llaves, unidas por aquel llavero que yo misma me hice con la herradura de un caballo blanco del establo que pertenecía al ex amante de mi madre, que siempre me había traído suerte. Pesaba bastante y tal vez era culpa suya en parte que el bulto muscular que había en mi hombro derecho nunca se curara, pero, como siempre decía mi libro, el "Manual para gafes", la buena suerte se trabaja y por eso yo me había currado un montón aquel pesado llavero.

Conseguí entrar en casa un par de segundos después, los mismos en los que tardé en quitarme aquella blusa empapada y mis pobres botines favoritos, los cuales no volvería a ponerme hasta asegurar la previsión de día soleado.

Llegué a mi habitación descalza y con el lazo de mis pantalones deshecho y solté sobre el suelo la ropa que llevaba entre las manos antes de quitarme el sujetador en un rápido movimiento, probablemente el más satisfactorio de todo el día.

Logré quitarme los pantalones y lo que me quedaba de ropa interior y corrí, acto seguido, hacia la ducha.

El agua tibia empezó a correr por mi cuerpo, llenándome de satisfacción, aunque no me di el placer de deleitarme demasiado tiempo con aquel baño.

Rodeé mi cuerpo desnudo con una suave toalla blanca y, echándome un último vistazo en el espejo para cercionarme de que mi pelo había dejado de parecer la cola de mi ardilla con una descarga eléctrica, volví a mi habitación.

Salté por encima de la ropa mojada y aparté las cortinas que ocultaban la puerta de cristal a mi terraza para levantar las persianas pocos segundos después, permitiendo que la escasa luz solar inundara mi habitación por costumbre desordenada.

Desbloqueé la puerta para hacerla correr ligeramente y que el fresco aire de aquel día tormentoso ayudara a ventilar mi pequeño apartamento.

Me di la vuelta para recoger mis cosas, justo en el momento que oí un silbido, el cual provenía del exterior.

Querido jefe Narcisoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن