Capítulo noventa y siete

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P.O.V. Narciso

Me había golpeado. Ella. Enfrente de todo el mundo.

La había visto corretear como la niña caprichosa que era tras su juguete favorito, que no era capaz de ofrecerle ni la mitad del placer del que le había hecho sentir yo y me había dejado solo y tirado ante los periodistas, quienes, hasta aquel momento, me habían idolatrado.

No sabía quién podría haberlos llamado para que se encontraran allí, aunque yo había sabido ver la oportunidad de dejar claro a toda Francis que Agathe Tailler, la séptima Selecta de Laboureche, era mía. Sin embargo, ella ya no lo veía así.

Ya no era mía, ni una Selecta, ni la mujer a la que yo más deseaba ante todo lo demás.

Parecía querer huir siempre de la imagen pública que aparecer conmigo le suponía. El rico empresario y heredero que fingía ser todo lo que ella siempre había necesitado no parecía estar a la altura de sus expectativas de felicidad y eso me fastidiaba casi tanto como que me hubiera golpeado delante de toda Francia como si yo no valiera nada.

Esa mañana, tras deshacerme airosamente de los malditos paparazzi, llamé a Narcisse para que me recogiera de aquella maldita casa. Él siempre hacía lo que yo le decía.

Llegamos ambos al apartamento que compartíamos frente a la Île de la Cité, el barrio más exclusivo y elegante de todo París y, recogiendo la vajilla china que nuestra tatarabuela Madeleine Laboureche nos había dejado en herencia, la lancé al suelo descargando toda mi ira, intentando liberarme de aquella presión en el pecho que el rechazo de Agathe había provocado en mí.

No era la primera vez que lo hacía y, aún así, había sido la más dolorosa.

Narcisse no se había extrañado por mi reacción y tampoco parecía pedir explicaciones, así que se limitó a observar con tristeza cómo destruía las hermosas piezas de aquella carísima vajilla que, para mí, no valían nada.

Él nunca me cuestionaba nada.

—Todos deben de estar jactándose de mí —expuse, furioso, pasando por encima de los platos rotos para poder dirigirme hacia la televisión, la cual encendí poco después, seguro de que iba a encontrarme con mi rostro rojo y golpeado bajo un estúpido titular que se burlaba de mi tan horrible humillación pública.

—Narciso, deberías calmarte. La última vez que ocurrió algo así fue por Raquelle —me recordó mi hermano, acercándose a mí con el gesto tranquilo.

—¡Ni se te ocurra decirme que me calme! No es tu cara la que está en la televisión —gruñí con repugnancia, clavándole el dedo índice en el esternón. Él levantó una ceja, mirándome fijamente a los ojos sin una pizca de diversión en ellos—. Es tu nombre el que aparece junto a mi rostro, eres tú el que debería de estar saliendo en esa imagen y, sin embargo, soy yo, porque soy estúpido, porque confío y quiero a mujeres que no me merecen, porque dejo que mi necesidad de sentir el poder que te pertenece me nuble el juicio y acabe siendo el hazmerreír de toda Francia. Si tú hubieras ocupado tu puesto, nada de esto habría ocurrido. Así que también es culpa tuya, Narcisse.

Mi hermano me empujó con su característica impasibilidad, como si nada de aquello le afectara.

Se dirigió hacia la cristalera donde se encontraban todas las botellas de whisky que habíamos ido coleccionando durante los años y, sin pensárselo dos veces, sacó el Glen Grant de 1993 que mi padre compró el día en el que mi hermano nació.

Me sirvió un vaso con tranquilidad y me lo tendió con el pulso firme, como si supiera exactamente cómo debía de tratarme cuando mi ira carcomía mi interior.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now