Capítulo sesenta y ocho

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César Laboureche estaba sentado donde solía hacerlo su hijo, con las manos entrelazadas sobre la mesa y el semblante serio, observando con detenimiento el escritorio de Narcisse.

Parecía que la urgencia por la que había ido a buscarme, supuestamente, era real. Y creo que tenía alguna idea sobre hacia dónde podía ir aquella historia.

—Sentaos —ordenó, sin darnos el beneficio de la duda.

La imponente oscura mirada de César nos atravesó a ambos, acompañando su necesidad de controlarnos y, cuando Narcisse se dio cuenta de ello, alcanzó mi mano y entrelazó sus dedos con los míos, tal vez para demostrarle algo a su padre.

El señor Laboureche suspiró sonoramente antes de apretar el puente de su nariz entre su índice y su pulgar, cerrando los ojos para mostrar su desaprobación.

Narcisse empezó a apretar mi mano con fuerza, más de la que yo podía soportar y quise soltarle, pero él seguía agarrándome posesivamente, sin permitir que me alejara de él bajo ningún concepto.

Me giré hacia él para advertirle de que me estaba haciendo daño, pero pronto vi su rostro, con la mirada al frente fija en su padre, su tensa mandíbula y en la forma en la que la nuez de su cuello se movía de arriba abajo mostrando su nerviosismo.

—Gracias por subir, señorita Tailler. Comprendo más que nadie el estrés de la Semana de la Moda y cómo mi tía abuela puede llegar a influir en los ataques de ansiedad de sus Selectos, pero sabe perfectamente que necesitaba hablar con usted desde el sábado. Supongo que comprenderá la gravedad de la situación —dijo, levantándose, señalando los sillones frente al escritorio con insistencia.

Tragué saliva. La voz de aquel hombre me inspiraba muchas cosas, pero precisamente confianza y templanza no eran dos de ellas.

—Pensaba que iba a ser otra entrevista con Graham, papá —murmuró Narcisse entre dientes, apretando mi mano todavía más. Yo le tomé del brazo con la que tenía libre y le zarandeé ligeramente para que se diera cuenta de que me estaba haciendo daño.

Pronto, sentí su mano relajarse y también lo hizo la mía. Un cosquilleo en la yema de los dedos me anunció que casi me había quedado sin circulación, aunque mi corazón tampoco parecía muy por la labor de ayudar.

—Oh, no, no quiero otro numerito de besos falsos que parecen reales en un despacho un sábado por la mañana como dos amantes bandidos —expuso César, pegándole una pequeña patada al sillón de la izquierda, insistiendo de nuevo en que lo ocupáramos.

Mi jefe prácticamente me arrastró con él hacia el escritorio y ambos nos sentamos, casi a la vez, bajo la atenta mirada del publicista, quien no relajó su ceño hasta que nos vio a ambos frente a él.

Se sentó él también de nuevo e hizo arrastrar su gran sillón para acercarse a la mesa de nuevo, alcanzando el ordenador portátil que había a su derecha y dándole la vuelta para que ambos lo viéramos.

Y allí estaba yo, con mi impresionante vestido rojo, de perfil, como una princesa Disney, bajo aquella imponente escalera y sujeta por la gran mano de Guste, cuyos dedos se hundían en mi pelo y cuyos labios devoraban los míos sin miramiento.

Sentí una punzada en mi estómago, a la ves que Narcisse soltaba mi mano, como si quemara, casi al instante.

No me había atrevido a observar aquella portada con detenimiento, principalmente porque era yo la que la protagonizaba. Sin embargo, debía reconocer que era preciosa. Preciosa y una traición al pacto con Laboureche.

—Entiendo perfectamente que no os aguantéis. De hecho, comprendo que nadie pueda soportar a Narcisse en ninguna de sus facetas, pero de eso a besar a otro hombre frente a toda Francia cuando finges quererle a él, me duele hasta a mí —indicó César, sin apartar la imagen en la que estaba absorta.

Querido jefe NarcisoOnde as histórias ganham vida. Descobre agora