Capítulo sesenta y uno

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Me acaricié los labios con las yemas de los dedos lentamente, sin comprender del todo lo que acababa de ocurrir y por qué yo me sentía de aquella extraña forma de repente.

Tenía la mirada fija en un punto perdido en mi mesa de trabajo y, de no ser por aquello, ni siquiera me habría dado cuenta de que seguía en el taller de Laboureche.

—¿Marie Agathe? —dijo Claudine, quien, pese a estar frente a mí desde hacía un buen rato, no había conseguido llamar mi atención hasta aquel momento.

Carraspeé, levantando la cabeza, despertándome de mi ensoñación.

—¿Sí? —pregunté.

Ella se cruzó de brazos, tras dejar uno de mis diseños sobre la mesa, sobre el que probablemente debía de haber estado hablándome, aunque yo había decidido no escuchar.

¿Qué me estaba pasando?

No pude evitar fijarme en cómo los hermanos Renoir y Michele levantaban la cabeza hacia mí, dejando de lado lo que estaban haciendo para observarme.

Jon también estaba haciendo lo mismo, aunque él algo horrorizado, como si fuera un fantasma. Y no lo culpaba, yo tampoco me reconocía.

—¿Se puede saber qué sustancia has consumido esta mañana? —gruñó mi jefa, quien fielmente creía que me drogaba.

Me coloqué un mechón detrás de la oreja y negué con la cabeza. Debía actuar con normalidad hasta que la portada de Graham se hiciera pública, sustituyendo la del beso con Guste, en quien no había vuelto a pensar desde aquella misma mañana.

Había besado a dos chicos en menos de veinticuatro horas y parecía que, de repente, algo en mí había cambiado. No era el hecho de saber que gracias a lo que había hecho mi nombre iba a recorrer prácticamente toda Europa y parte de América, sino que, además, lo había hecho con un prácticamente desconocido y con mi jefe, al que supuestamente odiaba. Supuestamente.

—Nada, Claudine, he dormido poco esta noche —me excusé, negando con la cabeza.

Mi jefa alzó una ceja, desafiante, convencida de que no le decía la verdad. Sin embargo y muy a su pesar, suspiró, dándose por vencida.

—Yo tampoco habría dormido de saber que por la mañana Narcisse sería el cornudo de París —dijo, al fin.

Arqueé las cejas, sorprendida por su aportación.

—No por mucho tiempo —tosió Jon, a la vez que se aclaraba la garganta.

Le dirigí una mirada casi al mismo tiempo que Claudine, quien tan solo le miró con confusión. Luego, se dio la vuelta y se fue hacia Jean-Jacques, quien dirigía a una de las modistas a su cargo para vestir el maniquí que había junto a su mesa.

Cada vez quedaba menos para la semana de la moda y cada uno de los Selectos teníamos un solo vestido, ya que los demás eran diseñados y confeccionados por empleados de menor rango, aunque el nuestro debía ser espectacular para estar a la altura de Laboureche. Era un método un tanto extraño de presentarse en la pasarela, aunque siempre había resultado efectivo y cada uno obtenía su propio mérito.

Sin embargo, yo no podía dejar de pensar en cómo había besado a aquellos dos hombres. Louis Auguste, quien solía parecer frío, seguro y calculador, tan solo había acariciado mis labios con dulzura, como si tan solo quisiera saborear mi labial rojo, mientras que Narcisse había invadido mi boca por completo, como si quisiera devorarme a mí. Pero, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué lo había hecho cualquiera de los dos?

—Y por todo esto, el tema de este año va a ser un jardín de flores —concluyó la jefa de taller, siendo aquella la primera frase sobre la Semana de la Moda que lograba escuchar.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now