Capítulo sesenta

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Narcisse Laboureche seguía sentado sobre la mesa, con sus grandes y firmes manos apoyadas en el cristal, observándome con una sonrisa ladeada.

Era evidente que estaba disfrutando de la situación de verme allí plantada, totalmente conmocionada después de lo que acababa de pedirme, más frente a todas aquellas cámaras y focos, que me hacían sentir todavía peor.

Sabía a la perfección por qué me lo había pedido. Yo le había humillado besando a su implacable rival y ahora era su turno de vengarse, como un niño pequeño, haciéndome sentir impotente frente a Graham Gallagher, quien había aireado la historia de mi supuesta infidelidad con Louis Auguste Dumont y ahora estaba allí, expectante.

—Agathe, di algo, coño —gruñó el pelirrojo, haciéndome aspavientos con las manos para que me moviera.

El plan siempre había sido fingir una relación. Cogernos de la mano en el Marché aux fleurs había sido todo el contacto físico que Narcisse Laboureche parecía dispuesto a mostrar, e, incluso cuando me instigó a que ambos nos besáramos en la gala de la noche anterior, no lo había hecho con demasiado afán. Una fotografía para la prensa y poco más.

Sin embargo, ahí estaba mi jefe, sonriendo como si aquella situación le divirtiera, pese a que, desde la noche anterior, pocos quedaban que creyeran que él y yo tuviéramos una relación.

Vi a Narcisse parpadear lentamente, seguro y confiado de sí mismo, relamiéndose los labios mientras me observaba con superioridad. Era tan creído.

—Voy a estampar tu cara contra la suya a la de tres —murmuró el periodista, harto del silencio sepulcral que se había instalado en el despacho y de mi rígida postura.

—No somos nada —le susurré a Narcisse, segura de que el micrófono no estaba tan cerca como para haberlo escuchado.

—Eso es lo que te crees tú.

No lo dijo en voz alta, pero su mirada era tan intensa y había tragado saliva con tanta dificultad que dudaba que nadie se hubiera dado cuenta.

Él parecía seguro de que no iba a hacerlo que lo único que inspiraba aquella serenidad reflejada en su bello rostro era absoluta tranquilidad, con sus labios entreabiertos, desafiantes, y su mirada perdida aunque intensa, como la de la más bella escultura renacentista.

El David de Miguel Ángel, sin embargo, no tenía nada que envidiar a Narcisse Laboureche.

El tirabuzón rebelde que desequilibraba su peinado había vuelto a caer sobre su frente, haciéndolo ver más inocente y humano, que compensaba a la perfección con su rostro impasible y su postura forzada y estudiada.

Odiaba el hecho de que su intensa mirada me hiciera parecer subordinada ante su figura, como si pudiera controlarme, hacerme sentir inútil a su lado, cuando yo no era así.

Era tímida y patosa, pero no idiota. No iba a permitir que él siguiera creyendo que sí.

Apreté los labios y fruncí el ceño ligeramente cuando di un paso al frente, deteniéndome cuando mi falda tableada rozó sus rodillas.

Su rostro estaba a la altura del mío en aquella postura, por lo que olía a la perfección su caro perfume de Balmain mientras contaba los diversos lunares que yacían repartidos por su tostada tez, incluso aquella peca que decoraba su labio inferior, grueso y rosado.

No había olvidado que era mi jefe, el que tenía poder sobre mi trabajo y que era el que me había estado coaccionado durante las últimas dos o tres semanas para que fingiera tener una relación con él, aunque también era aquel idiota del autobús, el completo desconocido que nunca había intentado disimular su antipatía.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now