Capítulo veintiséis

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Narcisse Laboureche, con sus aires de grandeza, abrió las dos puertas de cristal que llevaban al taller más importante de París con un evidente enfado que, desde luego, iba a acabar dirigido única y exclusivamente hacia mí.

Bastien, con una media sonrisa que no pudo ocultar al ver al dueño de la empresa mejor cotizada del mundo, se cruzó de brazos y descargó el peso de su cuerpo sobre su pierna derecha, doblando la rodilla izquierda para ello.

Mi corazón estaba a punto de estallar. No podía ni mirarle a los ojos porque sabía que intentaría por todos los medios posibles matarme con su mirada de fuego y, después de todo lo que había sufrido, no podía permitir que un imbécil de su calaña me doblega con una fría y cruel ojeada.

—Hola, Narcisito —se burló Bastien, agudizando su voz como para querer hablar con un niño pequeño o con un animal.

Al CEO no le hizo demasiada gracia aquello, pues pasó por su lado aprovechando para pegarle un empujón con el hombro que resultaba poco probable que hubiera sido accidental.

Anduvo con el paso firme y el rostro en tensión hacia su tía bisabuela, la cual, sentada en ma cabecera de la mesa, se había cruzado de piernas y le observaba con la barbilla levantada, dejando a la vista su impresionante collar de perlas, que ocultaba con elegancia las numerosas arrugas que cubrían su cuello que, de algún modo, resultaban respetables y sofisticadas, como todo en ella.

—Dime por favor que no me has hecho bajar para ver a este sinvergüenza y a esta lunática interpretando un espectáculo de Broadway —murmuró entre dientes, dándonos la espalda.

Todos los Selectos dirigieron su mirada hacia el jefe, sorprendidos por sus palabras.

—No soy una lunática. Tan solo digo la verdad para que todos vean lo que me hiciste —me impuse, acercándome a la mesa.

—Yo no le he hecho nada, señorita Tailler. Usted se lo ha hecho a sí misma —dijo, girándose hacia mí con la mandíbula apretada y sosteniéndome la mirada.

¿Qué sentido tenía aquello?

—Narciso, basta —le ordenó Claudine,  levantándose para colocar una de sus manos sobre el hombro derecho de Narcisse.

Lejos de obedecer a su tía bisabuela, dirigió su rabia hacia Bastien, a mis espaldas, que se reía por lo bajo para que todos supiéramos que estaba inmensurablemente cómodo en aquella situación.

—Que bien que estés aquí, Narcisito —le dijo mi vecino, sonriendo todavía más.

—¿Y tú qué haces aquí, Louis? ¿Se te ha perdido una patrocinadora? —le atacó el otro, que estaba evidentemente preparado para pegarle un puñetazo.

Di un paso atrás para colocarme de nuevo junto a Bastien, aunque él no se inmutó.

—¿Qué patrocinadora? —preguntó Claudine, confusa.

Me sorprendía que Narcisse supiera a lo que se dedicaba Bastien, porque no parecían muy dispuestos a contarse sus vidas el uno al otro. Más teniendo en cuenta que la vida de relaciones públicas de mi vecino no era del todo ortodoxa.

Los Selectos, de pronto, supieron que aquel ese no era su lugar. Todos exceptuando a Jon se levantaron, despidiéndose ante Claudine y alejándose con rapidez de aquella sala, que se había vuelto cálida como el mismísimo infierno.

Vi de reojo cómo las piernas de Jonhyuk se movían de arriba abajo con nerviosismo a una velocidad vertiginosa, perfecta para una máquina de coser antigua, aunque estaba segura de que esa no era su función principal.

—Nos vemos mañana para continuar con esta reunión, jefa —se despidió Jean-Jacques a la vez que abandonaba la sala, siendo el último de los cinco en atravesar la puerta de cristal.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now