Capítulo ocho

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—Agathe —me sorprendió alguien justo cuando doblé la esquina para volver a la parada del autobús, después de un duro y agotador día de trabajo.

Pegué un grito digno de haber sido oído hasta en lo alto de la Torre Eiffel, llevándome la mano al pecho para comprobar que mi corazón seguía latiendo después de aquel ataque a mi persona.

Estaba a punto de echar a correr cuando me di cuenta de quién era el violador de la esquina, la psicótica de Marinette, con un pañuelo envolviéndole la cabeza y unas gafas de sol estilo ojo de gato que le tapaban casi media cara.

Abrí mucho los ojos por la sorpresa, sin esperarme ver a aquella mujer de incógnito acechándome en las sombras bajo el cartel que indicaba el número de calle en la que nos encontrábamos.

—Oh Dios mío, que me da un infarto, por todos los gatos negros del planeta —murmuré, intentando acompasar el ritmo de mi corazón, algo imposible porque casi había muerto de un infarto.

—Soy Marinette —dijo ella con diversión, como si no me hubiera dado cuenta ya, bajándose las gafas a lo largo de su pequeña nariz, sonriéndome, cómplice—. Como no has respondido a mis mensajes he creído que debería venir a verte en persona. No puedes rechazar a la cara a una novia desesperada.

Giré la cabeza hacia la calle desde la que venía con la esperanza de que alguien me estuviera siguiendo, aunque, por desgracia, no era así. Aquello estaba más desierto que el sentido del humor de Gabrielle Bertin esa triste mañana de verano. Que, por cierto, era jueves. A nadie le sentaba bien aquel maldito día.

—No... No creo que sea una buena idea. Le diste el poder del vestido a mi jefa y creo que es ella la que debe de poder terminarlo. El patrón sigue en el taller y las telas que encargamos por órdenes tuyas a un vendedor al por menor del Gran Bazar de Estambul. Tuvimos que enviar a la hermana de Yolande a comprarlas, no puedo ir a por ellas, sin más —solté, segura de mis palabras.

Marinette negó con la cabeza, en desacuerdo con mi respuesta.

—Mira, he tenido una mañana estupenda, no puedo dejar que esto arruine el resto de mi día—dijo con convicción, levantando ambas manos para colocarlas sobre mis hombros—. Tú vas a hacer mi vestido de boda y no vas a negarte.

—No —expuse, sin dejarle tiempo a terminar.

Sentí que sus manos empezaban a ejercer presión sobre mis hombros y la aparté, dando un paso atrás, dejando que un intenso color rojo se instalara en sus mejillas sombreadas por sus grandes gafas de pasta.

—¡Necesito que lo hagas! Es lo único bueno de esta maldita boda y no pienso renunciar a ello.

—He dicho que no —insistí, intentando esquivarla para poder seguir con mi travesía hacia la parada de autobús.

Marinette se cruzó de brazos, esperando a que cambiara de parecer y, a la vez, obstruyéndome el paso. No me resultó difícil escapar, por mucho empeño que le pusiera en intentar colocarse frente a mí.

Sentí su presencia en mi nuca cuando empecé a andar lejos de ella, haciendo como si nada de aquella conversación hubiera ocurrido.

—Señorita Lamartine, le pido en serio que se aleje de mí —dije, visualizando el autobús al principio de la calle, aproximándose a la parada a demasiada velocidad.

Aceleré el paso sin darle ningún tipo de explicación a aquella mujer que continuaba siguiéndome, segura de que estaba a tiempo a subirme al vehículo si no se me interponía ningún obstáculo. Como su mano. En mi muñeca.

—Yo te llevo a casa —soltó en un tono poco convincente. Parecía que quería secuestrarme.

—Marinette, suéltame. Tengo otra cosas en las que pensar y atender tus necesidades no es una de ellas. Vuelve a la tienda de Gabrielle y deja que siga siendo ella la que realice tu vestido —pedí, nerviosa porque el autobús ya se había detenido en mi parada.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now