Capítulo setenta y dos

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Nunca había estado ni siquiera en la misma calle en la que se encontraba Louis XIX.

Estaba en una de las calles paralelas a Laboureche, un moderno edificio que se extendía desde el cruce con el principal bulevar del distrito hasta el siguiente, ocupando la acera izquierda en su totalidad. Era imponente y mentiría si no dijera que había tenido remordimientos de conciencia mientras subía los diez escalones que elevaban la entrada de una de las construcciones urbanas más colosales que había visto en mucho tiempo.

Si no hubiera estado tan segura de que necesitaba hablar con Bastien, tras un día entero evitándome, ni siquiera habría intentado entrar en aquel edificio, pero allí estaba.

Las puertas automáticas se abrieron cuando puse un pie en el porche y pude ver el impresionante interior del edificio de moda, tan elegante y extravagante como tan solo Louis Auguste Dumont podía serlo.

No era un lugar caótico como Laboureche, ni mucho menos. Había una mesa en el centro del gran y vacío vestíbulo donde una chica joven y de cabellos rojizos peinados al aire hablando con neutralidad por el teléfono que había pegado a su oreja en algún idioma del este, muy probablemente japonés.

Sin pensármelo demasiado, avancé hacia ella, esperando que se diera cuenta de mi presencia, aunque, cuando apoyé las manos sobre la mesa, insistente en hacerme notar, ella parecía seguir inmersa en su conversación fluida.

—Buenos días —dije.

Ella levantó la mirada para clavar sus ojos verdes en mi rostro sin disimule alguno. Daba miedo.

Tapó el micrófono del teléfono con su mano para devolverme el saludo, aunque no me hizo ninguna pregunta más. Tan solo siguió con su conversación, sonriendo tras alguna frase del interlocutor.

—Necesito hablar con el señor Dumont —murmuré, provocando que ella hiciera rodar sus ojos por haber vuelto a interrumpir su animada charla telefónica.

Finalmente, pronunció un par de palabras más en aquel idioma y colgó el teléfono.

—¿Tiene cita? —preguntó con frialdad.

Negué con la cabeza, provocando que ella sonriera.

—No, pero pensaba que podría hacerme un hueco. Solo necesito quince minutos.

—Sin cita no hay visita —dijo, como si lo hubiera memorizado, cruzando sus manos por encima de la mesa.

—¿Puede llamarle? —insistí.

La recepcionista pareció debatir aquello internamente durante varios segundos, hasta que decidió chasquear la lengua y agarrar su teléfono sin ninguna emoción.

—¿Cuál de los dos? —preguntó.

Intenté sonreír, aunque ella tan solo esperaba mi respuesta.

—Sébastien —aclaré.

Asintió con la cabeza y, casi inmediatamente, ya había pronunciado un cordial saludo hacia el interlocutor, quien supuse que era mi vecino.

—Sí, llamaba para informarle de que hay una señorita que solicita hablar con usted... No, no tiene cita... Ya, pero ha insistido y... —murmuró, antes de levantar su mirada hacia mí de nuevo—. ¿Cómo se llama?

—Aggie —afirmé, antes de que ella se lo repitiera a Bastien.

Colgó de pronto, sin despedirse siquiera, y se cruzó de brazos para volver a mirarme fijamente, tal vez intentando descifrar con sus poderes adivinativos qué estaba haciendo aquí.

—Agathe Tailler, ¿verdad? —preguntó, tras varios segundos en silencio.

Asentí con la cabeza y ella sonrió por primera vez, tal vez porque acababa de adivinar mi nombre, aunque se lo acabara de decir.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now