Capítulo noventa

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P.O.V. Desconocido (o no xd)

Vagué por las calles más inhóspitas de París dando tumbos, esperando encontrar algo que tuviera sentido a aquellas alturas de mi vida.

Todo se había ido a la mierda, por mi culpa, aunque también por la suya. Lo odiaba y a ella empezaba a creer que también.

Me había parado en un par de bares y me había gastado todo lo que llevaba en efectivo en comprar aquellas dos botellas de whisky que el camarero no había querido darme debido mi estado, aunque a mí no me importaba lo que mi embriaguez le pareciera a otros.

Bebí todo lo que pude hasta que mi cuerpo lo rechazó y, aún así, no había sido suficiente. Debía olvidarme de ella, de su inocente y tierna mirada castaña como las hojas de los árboles en otoño, de la forma en la que sus largos y finos dedos me acariciaban y de la forma en la que mis gestos y palabras hacían que sus pálidas mejillas redondeadas se coloraran con facilidad.

Me apoyé en la rugosa pared cercana a un transitado bulevar, intentando ocultar mi rostro lleno de lágrimas al resto del mundo. Era un imbécil por haberla dejado escapar.

Cerré los ojos, dejándome caer por el peso de la gravedad al suelo, sin importarme lo sucio y maltratado que éste estuviera.

Algunos peatones pasaron frente a mí, hablando entre murmullos sobre mis pintas, señalándome como si fuera una aberración, aunque realmente si yo tan solo chasqueaba los dedos, podría hacerlos desaparecer, y no precisamente por arte de magia. Y, aún así, no tenía ánimo ni fuerzas para provocar aquello.

No podía sacarme de la mente aquella imagen de su rostro, con los labios curvados al verme, como si yo no fuera un ser despreciable, como si valiera la pena amarme, como si mi tan sola presencia pudiera hacerla feliz.

Era la viva imagen de la ternura y la inocencia, incapaz de ver quién era yo en realidad, privada de comprender que la estaba corrompiendo, destrozando su alma tan a gusto como ella aquel día lo había hecho con la mía.

Se había ido, para siempre, sin importarle que yo la amaba con locura, la única forma en la que podía hacerlo, porque ella me hacía perder la poca cordura que poseía.

Solté mi botella casi vacía para esconder la cara entre las manos y liberar mi sufrimiento en forma de lágrimas que recorrían mis mejillas dramáticamente como mis horribles gemidos de dolor.

¿Cómo alguien tan bueno podía hacer algo tan malo?

Mi llanto tan solo se apaciguó cuando me quedé sin voz y me quedé en aquella misma posición para continuar llorando en silencio, hasta que me levanté, para continuar vagando apenado por aquellas peligrosas calles de París, como si fuera un desperdicio humano.

Vi a la gente compadecerse de mí, del pobre borracho sucio y llorón que deambulaba sin dirección por aquellos callejones malolientes, aunque lo único que me preocupaba a mí era borrarla de mi cabeza, dejar de pensar en su esbelta figura llena de agraciadas curvas, de cabellos castaños y mirada atemorizada, como si siempre se hubiera sentido sumisa ante mis ojos, cuando al final había sido ella la que había conseguido controlarme a mí. A mis indescifrables sentimientos, al menos.

Quise golpearme para olvidar, porque, por primera vez, la bebida no había sido suficiente, pero yo no tenía fuerzas y mis piernas ya habían empezado a flaquear.

Mis pies dejaron de aguantar el peso de mi cuerpo en mitad de una calle vacía y yo tan solo me dejé caer, deseando que, de aquella forma, tuviera otro problema más del que preocuparme antes de seguir pensando en ella.

Ya no tenía fuerzas para llorar, ni para gritar, ni para andar y, prácticamente, tampoco para respirar, y por eso ni siquiera noté el impacto cuando caí, aunque sí sentí el frío de la escalera en la que había acabado tirado filtrarse a través de mi sucio traje de marca, que ya se había echado a perder la primera vez que me había sentado en el sucio suelo de aquel distrito.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now