Capítulo trece

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—Esto no es lo que le hemos pedido, señora Delacroix. Debería de recordar que la prenda que había pedido que confeccionaran ustedes tres era una corbata para el señor Laboureche y lo que ha hecho usted, claramente, es una pajarita —dijo Claudine en un tono calmado, observando a la diseñadora de Chanel por encima de sus gafas.

El chico del bus asintió con la cabeza, apoyando las palabras de su tía bisabuela, aunque ni siquiera estaba mirando lo que Sabine Delacroix.

Sus ojos almendrados, castaños y ocultos bajo aquellas hermosas, largas y espesas pestañas, estaban clavados en mí, observándome a la vez con desprecio, asco e ironía. No podía estar pasándome aquello a mí.

Jonhyuk, el de rasgos asiáticos, estaba sentado en el suelo junto a su maletín color camel, tan ideal que tan solo podía ser obra de un maestro y, aunque algo en mí no quería creerlo, otra estaba segura de que había sido obra suya.

Tenía una botella de metal entre las manos, de la cual bebía algún misterioso brebaje que, curiosamente, no olía a alcohol, como sí lo hacían las de mis compañeras de trabajo.

Llevaba unos segundos allí agachado, observando desde abajo la escena que Claudine y Sabine estaban protagonizando por culpa de un malentendido y lo único que hacía era sonreír levemente, aunque no estaba segura de si era por satisfacción o por diversión. Nunca lo sabría.

La señora Delacroix había intentado formular una disculpa, antes de ser interrumpida por un fuerte carraspeo por parte del heredero de Laboureche, quien, traumáticamente, compartía autobús conmigo cada mañana.

¿Qué narices pintaba el hombre más rico de Francia en el transporte público?

—Creo que sus excusas están fuera de lugar —pronunció Narcisse, con su voz tan grave y tan melodiosa que me resultaba tan odiosa y familiar como hermosa.

Sus ojos se posaron en la aludida, quien bajó inmediatamente la cabeza ante la frialdad de la mirada del director y dueño de todo aquel maldito lugar.

Mis ojos viajaron por toda la habitación antes de caer de nuevo sobre Jonhyuk, quien también tenía la mirada fija en mí.

Por alguna razón vi cómo sus mejillas pálidas adoptaban un cálido color inesperado que pude percibir antes de que bajara la cabeza, tal vez cohibido.

Oía la voz de Claudine en contra de Sabine y las cortas aunque frías intervenciones del que, a pesar de ser unos sesenta años menor, era su jefe, así que no me preocupó el hecho de seguir observando al chico de rasgos asiáticos, de figura delgada aunque estilizada y visiblemente trabajada.

Sus ojos se elevaron de nuevo hacia los míos, esta vez con más seguridad.

—Es tu turno —vocalicé, sin emitir ningún sonido.

Él negó con la cabeza, provocando que su cabello liso aunque despeinado se moviera en las mismas direcciones con menor rapidez, siendo una divertida distracción para aquel interminable momento de estrés.

Me sudaban las palmas de las manos y mis rodillas se negaban a soportar el peso de mi cuerpo, así que había tenido que apoyarme en la mesa de trabajo, frente a mi corbata, esperando a que el tiempo pasara y me dejaran salir de allí.

Agarré mi colgante de ámbar y lo intenté de nuevo.

—Te toca —enuncié a Jonhyuk.

—Las damas primero —dijo él, en voz alta, para que tanto Claudine como Narcisse le escucharan a la perfección.

El chico del bus se dio la vuelta hacia él, arqueando las cejas, y luego se dirigió hacia mí.

Aprovechó que su tía abuela seguía hablando con la señora Delacroix, contrariada, para acercarse a mi puesto de trabajo con una extraña y maliciosa sonrisa.

Querido jefe NarcisoDove le storie prendono vita. Scoprilo ora