Capítulo treinta y seis

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Cuarente-Narciso día 6

Tenía el patrón de una de las mangas del vestido que iba a llevar la socialité irlandesa Reese O'Shaughnessy, quien iba a acudir a una cena de gala celebrada en París para la cual nos había encargado un excéntrico aunque elegante traje de perlas, demasiado ostentoso para una simple gala, aunque acorde a su personalidad.

—¿Y si ensanchamos un poco la parte del hombro, Agathe? —preguntó una de las costureras, analizando mi diseño, aunque fuera la quinta vez que dibujara aquella misma manga.

Escondí el rostro entre mis manos, negando con la cabeza por el estrés de la situación.

Hacía semanas que los Selectos trabajaban en aquel diseño, el cual al principio iba a ser de escote palabra de honor, aunque debido al peso de las perlas habían tenido que añadirle aquellas dos mangas que me habían asignado aquella misma mañana y ya me estaban llevando a la ruina.

La costurera siguió analizando el patrón, uniéndolo con el resto del vestido e intentando estirarlo para que fuera ligeramente más ancho. Tal vez tenía razón.

—¡Cuidado con las perlas! grito asustado Jean-Jacques Humbert, colocando ambas manos dramáticamente sobre sus mejillas regordetas y rosadas.

Su costurera, con el cofre en el que se guardaban las esferas de nácar entre las manos, le miró extrañada, pues ni siquiera se había movido un centímetro desde que Claudine Laboureche le había hecho ir a por ellas.

Gérard y Jean-Paul Renoir, los dos hermanos, se acercaron a mí exagerando los mismos movimientos de cadera al andar, como si fueran exactamente la misma persona.

—Creo que Johnny tiene problemas con la cola del vestido —dijo Gérard, señalando al coreano arrodillado en el suelo con un par de agujas entre los dientes y nadie a su cargo.

—Se llama Jonhyuck, hermano—le corrigió Jean-Paul, pronunciando aquel nombre de una forma demasiado afrancesada—. No te preocupes, querida, nosotros terminamos con las mangas, dos trabajan mejor que uno —siseó, prácticamente empujándome hacia el hombre que me había robado el puesto.

Después de lo ocurrido con Jon y la confesión de sus métodos para conseguir el puesto, pocos querían acercarse a él, mucho menos ayudarle. Parecía que realmente a ninguno le gustaba estar alrededor de alguien capaz de llevarse bien con Narcisse de tal forma que reconociera el mérito de hacer trampas en una prueba tan comprometedora y, por eso mismo, la única que podía hablar con él era yo. Y tal vez Claudine.

—¿Necesitas ayuda? —pregunté a sus espaldas, provocando que se sobresaltara.

Entonces giró su cabeza en mi dirección, fijando sus profundos ojos rasgados en mí, antes de asentir con la cabeza.

No sabía cómo podía sostener cuatro agujas entre su perfecta hilera de dientes sin dañarse ni siquiera un poco los labios, pero parecía que lo estaba consiguiendo y que no suponía ningún problema para mí.

Se apartó ligeramente para dejarme sitio para agacharme a su lado a la vez que mantenía el dobladillo de la falda entre una de sus manos y una aguja enhebrada con un grueso hilo negro en la otra.

Le coloqué la caja en la que se guardaban las agujas bajo la barbilla, para que pudiera soltar las que tenía en la boca y, satisfecho con mi predicción, lo hizo.

Después de aquello me miró, sonriente, cerrando sus ojos almendrados los cuales repentinamente formaron dis líneas oscuras sobre su rostro, algo que, a pesar de lo que creía sobre él, me pareció adorable.

Nadie con aquella sonrisa podía ser malo de verdad.

Y, con ese mismo pensamiento, las puertas de entrada al taller se abrieron con un golpe seco, como si alguien hubiera intentado tirarlas abajo como si aquello fuera alguna especie de programa de policías antidrogas.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now