Capítulo veintiuno

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Saqué a Lady S de su jaula para estrecharla entre mis brazos. Necesitaba cariño y estaba segura de que ella era la que más amor me profesaba en todo el mundo.

No se quejó cuando la apreté contra mí y se acomodó en mi antebrazo para sentirse todavía más protegida, acariciándome con su suave pelaje mi piel desnuda.

Sentí las uñas de sus patas clavarse en mi camisa y, aún así, no la dejé marchar.

El estruendoso chirrido de la persiana de mi vecino me anunció su llegada y no tuve más remedio que levantarme, esperando a que atravesara la puerta hacia su ordenado balcón, aunque me avergonzara hablar con él. Es decir, me había visto la noche anterior con demasiada poca ropa y la única que había visto más allá de mis rodillas, por así decirlo, había sido mi madre.

Bastien, para variar, no llevaba camiseta. Tal vez le hubiera dado igual mi pijama, al fin y al cabo.

—¡Aggie! —me llamó, dibujando una preciosa sonrisa en su bello rostro.

¿Por qué todos los hombres con los que me había cruzado ese día superaban el diez en nota media en la escala de dios del Olimpo?

—Hola —saludé, acariciando la suave cabeza de Lady S.

Su mirada cayó de pronto en mi ardilla, que, de haber sido un gato, habría estado ronroneando, pues sus ojos estaban cerrados y movía la cabeza para continuar mis caricias.

—A veces me pregunto qué se sentirá al ser ese bicho. Vive mejor que cualquier humano —rió, aunque yo no lo hice. Lady S no era un bicho.

—Hasta luego —dije, dispuesta a volver al interior de mi apartamento.

Necesitaba una ducha, una bolsa de chucherías, una película de Navidad aunque estuviéramos en julio y, tal vez, una botella de alcohol. Era la tercera vez que me echaban de Laboureche y cada vez era más humillante. Tal vez si bebía, creería que mi almohada era Narcisse Laboureche y podría desahogarme con ella a puñetazos, para evitar hacerlo en persona la próxima vez que le viera en el autobús.

—¡Espera! No me has contando cómo te ha ido con la señora del periódico —dijo, intentando detenerme.

Ni siquiera me había dado la vuelta, así que no podía fingir que no le había oído.

—Bien, supongo —mentí.

—¿Irá a declarar contra Narciso en persona?

Suspiré. No me apetecía hablar de ello, aunque el hecho de que alguien se preocupara ligeramente por mí me estaba provocando un agradable cosquilleo en el abdomen.

—Ya lo hemos hecho —murmuré, bajando la cabeza ligeramente—. Me han vetado la entrada a Laboureche permanentemente por amenazar al intocable director general.

No quería sonar dramática, pero era algo inevitable, al menos para mí. De nuevo, me había quedado sin sueños que perseguir, porque, ¿qué iba a hacer? ¿Seguir trabajando toda la vida para Gabrielle Bertin, cuando ya ni siquiera nos asignaba pedidos?

Las empresas de moda con sede creativa en París no buscaban diseñadores sin experiencia en la alta costura y tampoco habían anunciado ninguna vacante, lo que me excluía directamente de todos los posibles puestos soñados. Tal vez los sueños no se hacían realidad.

—Será estúpido —dijo entre dientes, aunque pude oírle a la perfección.

—Oh, no. No quiero justificarle, pero creo que tiene razón. No tenía ningún derecho a exigirle que...

—Sí lo tienes —me interrumpió—. Si realmente dices la verdad, el hecho de que el Selecto que ocupa el puesto no merece estar allí y cualquier buen director sabría verlo. Cualquier persona, a decir verdad. Debería de haberlo echado bajo la más mínima sospecha.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now