Capítulo nueve

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—Su bolso se mueve, señora —dijo el hombre del traje con amargura, tras observar fijamente mi equipaje durante más de un minuto sin siquiera intentar disimularlo.

Me abracé más al bolso, como si él fuera a robármelo, sabiendo que, aunque aparentemente no fuera demasiado lujoso, había lo más valioso para mí en su interior.

Esa mañana, tras beberme a toda prisa mi chute de energía mañanero traducido en una taza del tamaño de mi cabeza de café con leche, había salido a la terraza, como siempre, con la esperanza de encontrarme al bueno de mi vecino, al que estaba acosando ligeramente desde las sombras de mi balcón desde hacía diez meses.

Ahora que sabía su nombre y dirección, estaba más que claro que podía ser denunciada y aquello no me hacía mucha gracia.

Tal vez por eso mismo había decidido al oír el chirrido de sus persianas al levantarse tirarme al suelo a toda prisa, acabando sentada sobre la jaula de Lady S, provocando que cinco de sus barras de alambre acabaran completamente destrozadas por culpa del peso de mi trasero, dejando un hueco enorme por el que mi ardilla podía escapar.

Como dejarla encerrada en mi apartamento sin supervisión ya había sido una mala idea en el pasado, había decidido meterla en el bolso y llevarla conmigo al trabajo, como cualquiera hubiera hecho. Y esa era la razón de por qué mi bolso se estaba revolviendo.

—No soy una señora y no se está moviendo —respondí, utilizando mis estupendas dotes de mentirosa compulsiva a relucir.

Él levantó las cejas, asomándose un poco más, aunque, si seguía haciéndolo, podría ver perfectamente el pelaje rojizo que cubría el cuerpo de mi amiga y yo no podía permitírselo, así que me levanté.

No tardé demasiado en aquella postura, pues no me había podido agarrar a ninguna barra y, tras el primer frenazo del conductor, ya volvía a estar sentada junto a aquel hombre.

—No se permiten perros en este transporte público —soltó el hombre de cabellos de ángel, tan castaños y rizados como adorables, cuando consiguió advertir lo que sobresalía de mi shopper.

—No es un perro.

Él negó la cabeza en señal de desaprobación, girándose completamente hacia la anciana que había al otro lado del pasillo, que ocupaba dos asientos con las bolsas de la compra que la acompañaban.

—Disculpe, madame, ¿podría sentarme con usted? Es que esta señora tiene un perro en el bolso y me dan alergia —expuso, fingiendo estar mínimamente afectado por mi bolso agitado.

Levanté la cabeza de mi ardilla, que, agobiada, intentaba salir de su improvisado refugio, para encarar a aquel hombre, aunque él ni siquiera me estaba mirando.

—No es un perro —insistí, solemne.

La anciana le sonrió al chico, asintiendo con la cabeza a la vez que recogía sus bolsas para colocárselas encima y así permitir que mi acompañante pudiera sentarse a su lado.

El chico del autobús se cambió de asiento sin pensárselo, sin dejar de sonreír falsamente a la pobre señora, la cual, tras dos paradas, tuvo que bajar del autobús, dejando un sitio libre junto al joven, que no tardó en ser ocupado.

Una mujer de considerables dimensiones se sentó a mi lado, ocupando parte de mi asiento también, y dejó que su hijo hiperactivo se sentara junto al serio chico del autobús, quien, horrorizado, le dirigió una fría mirada antes de que el niño, de cuatro o cinco años, empezara a patalear y a gritar con fuerza para llamar la atención de su madre, exigiendo que le dejara saltarse el colegio tan solo aquel día.

Metí la mano dentro del bolso para acariciar a mi ardilla, intentando tranquilizarla, ya que nunca la había sometido a tanto ruido a propósito.

El joven del traje se había pegado a la ventana, pese a que parecía reacio a tocar nada que tuviera que ver con el autobús, mostrando su temor hacia el  niño peleón a su lado, el cual gritaba cada vez con más fuerza y daba patadas y puñetazos al aire sin ton ni son, algunos de ellos que casi rozaban el hermoso traje gris del hombre, a quien estaba a punto de darle un ataque.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora