Capítulo sesenta y seis

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Abrí la puerta del despacho de mi jefe media hora más tarde. Le había oído decir aquello, había meditado sus palabras y todo había dejado de ser una cuestión de no poder dormir por inquietud al hecho de no poder convivir conmigo misma y en lo que me había convertido.

Él estaba sentado, como de costumbre, en su silla magistral, frente a su ordenador portátil, con su teléfono sujeto entre su hombro y su oreja y los cinco sentidos puestos en su trabajo. Ni siquiera se había dado cuenta de que yo estaba allí, observándolo.

Pocas veces había podido entretenerme a mirarle con aquella precisión, como una simple espectadora, sin que él advirtiera mi presencia.

Tenía el cabello castaño oscuro peinado, como siempre hacía atrás, aunque su mechón rebelde había vuelto a caer sobre su frente, como si no quisiera ser domado. Sus ojos pardos se mantenían fijos sobre la pantalla del ordenador, ocultos bajo unas espesas y oscuras pestañas que seguían la forma almendrada que les daba forma. Su nariz, recta y bien definida, era el puente perfecto hacia sus labios, gruesos, carnosos y rosados, que, entreabiertos, balbuceaban palabras en japonés que, desde luego, no llegué a comprender. Su rostro de piel perfecta y barbilla partida contaba con una serie de pecas repartidas sin equidad por sus mejillas que se extendían hacia su cuello y acababan perdiéndose bajo el cuello de su camisa, anudado con mi corbata roja.

Era la viva imagen de la juventud y de la belleza perfecta que eso conllevaba y, aunque todas las revistas aseguraban decir que había nacido el 19 de agosto de 1993, él no aparentaba más de veintidós años.

Bajé la mirada cuando me di cuenta de que llevaba demasiad tiempo observándole, despertando de mi ensoñación y, tras carraspear, llamando su atención también.

Sus dedos largos y de uñas cortas y cuadradas detuvieron su incesante tecleo en el portátil para levantar la cabeza y ver que yo, Agathe Tailler, a quien él había llamado estúpida en más de una ocasión, estaba frente a él.

Me observó durante varios segundos como si fuera un fantasma y luego se levantó, frotando sus manos, tal vez intentando pensar en cómo llevar la situación a partir de ese momento.

Él había dicho que me quería y nunca, nadie, ni siquiera mi madre, me lo había hecho saber, jamás.

No pude evitar recordar todo lo que me había ocurrido en la última semana. Bastien, Guste, Narcisse y Bastien otra vez. ¿En qué estaba pensando?

Sin embargo, algo en mí, al observar al hombre de pie tras el escritorio, me hizo recordar por qué había subido al despacho. Y es que, por alguna razón, aquello que yo consideraba odio se había convertido en algo completamente distinto.

—Has venido —afirmó, evidentemente sorprendido, aunque aparentando serenidad.

Sonreí tímidamente, cerrando la puerta detrás de mí y apoyándome sobre ella. ¿Qué venía ahora? ¿Qué iba a decirle yo después de aquella confesión?

Le vi rodear su mesa de cristal sin titubear y cómo, lentamente y cauteloso, iba acercándose a mí, con la mirada fija en mi rostro pero no en mis ojos, tal vez analizando aquello que, desde luego, no era ni la mitad de bello que él.

Una sonrisa se escapó de entre sus labios, aunque la borró al ver que yo también le estaba observando.

Suspiré.

—¿Por qué has dicho que me quieres?

Y, a veces, sí que sonaba como una estúpida.

Fue de pronto cuando se detuvo, a pocos pasos de mí, con el ceño ligeramente fruncido y respirando con dificultad. Él no sabía que yo le había oído.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now