Capítulo sesenta y dos

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Pos sí que soy dramática.

El asiento de cuero de la limusina de Guste Dumont empezaba a ser incómodo, ya que, debido al eterno calor que hacía allí dentro, parados en la acera frente a Laboureche, mi espalda se había pegado al vestido por el sudor y éste al asiento, algo que, desde luego, el millonario me iba a recrimina.

Estaba sonriendo a un hombre que no conocía, entre dos que hubieran preferido no hacerlo, intentando fingir que seguía creyendo que había sido una buena idea seguir con mi cabezonería después de la declaración de Narcisse. Aunque, en parte, era mi culpa, porque había sido yo quien le había besado.

—¿No salía usted con el heredero de la fortuna Laboureche, señorita Tailler? —preguntó François, dando un golpe a las cartillas que tenía entre las manos sobre su rodilla para alinearlas.

Me mordí el labio inferior ligeramente, intentando pensar antes que hablar, algo que, desde luego, mi jefe ignoraba.

—¿Por qué ma entrevista no puede ser en el maldito plató? —gruñó Bastien, interviniendo en algo a lo que yo no sabía responder, abanicándose con la mano.

—Porque está en obras —respondió Guste, redundante.

Sí, estaba entre los gemelos, en la limusina de uno de ellos, frente al presentador de televisión más mediático y con los nervios de punta, aunque también sudando como nunca antes, ahogándome con el precioso volante de mi hombro, con el que pensaba que iba destacar en el sofá que caracterizaba al programa, pero, en su lugar, estaba allí, acariciando el rostro de Bastien con la voluptuosa tela del vestido que me había confeccionado su hermano.

Ni siquiera había hombres con cámaras, tan solo el viejo LeMarshall con una grabadora y una lista de preguntas que parecía interminable, bajo una especie de cámara de seguridad que había en el techo de la limusina, que parecía ser lo que iba a dejar constancia de aquella entrevista.

—¡Encienda el maldito coche y ponga el aire acondicionado! —gritó Bastien, dirigiéndose al conductor, con terquedad.

Yo sabía perfectamente que la tensión que se había acumulado en su cuerpo no era debida al simple hecho de que hiciera calor. No me había dirigido la palabra desde que habíamos salido del edificio y dudaba que lo hiciera, porque, de alguna forma, parecía realmente afectado por la confesión de Narcisse.

Y yo cada vez me arrepentía más de haber besado aquellos jugosos y carnosos labios rosados, los cuales me habían aceptado de una forma en la que Auguste no lo había hecho y me estaba volviendo loca. ¿Qué narices me estaba ocurriendo?

El chófer, haciendo caso a las órdenes de mi vecino, puso en marcha el vehículo antes de incorporarse a la carretera.

Un suspiro de aire fresco me hizo estremecer de gusto, permitiéndome cerrar los ojos y disfrutar por una vez de respirar con normalidad.

—El señor Laboureche, su pareja —insistió François, pensando que me había olvidado de su pregunta.

Realmente tenía que afrontar las consecuencias de lo que había hecho. Si había besado a Narcisse por petición de César para conservar mi trabajo, no iba a dejar de hacerlo ahora.

—Sí —dije, escueta, colocando mis manos sobre mi regazo, mostrando mi manicura roja sobre la tela violeta.

Bastien carraspeó, camuflando una pequeña risa que, desde luego, no parecía demasiado natural.

—¿Tiene algo que añadir, señor Dumont? —preguntó François, dirigiéndose a él.

Guste, quien compartía apellido, se dio por aludido, pues fue él el que prestó atención al presentador.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now