Capítulo treinta

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No habíamos hablado en un par de manzanas, tal vez porque ninguno tenía nada que decir, aunque realmente tenía demasiadas preguntas que él tan solo había respondido con su soberbio "lo sé todo sobre ti".

¿Qué narices iba a saber, si cada vez que sacaba uno de mis objetos de la suerte arrugaba la nariz en forma de sorpresa?

—¿A dónde estamos yendo? —pregunté, al fin, observando cómo nos adentrábamos en una calle desconocida.

Lo único que pasaba por mi mente en aquel instante era que iba a venderme a una mafia rusa, después de ver cinco tiendas seguidas de alimentos y matrioskas, para nada inspiradoras de confianza.

Me giré para observar el precioso perfil de Narcisse, esperando a que me confirmara mis sospechas.

—A tu cueva, donde trabajas... Trabajabas —soltó con evidencia, levantando ligeramente la barbilla, acentuando la nuez de su cuello.

Fruncí el ceño y volví la mirada a la carretera. ¿Desde cuándo la tienda de Gabrielle Bertin estaba en un barrio ruso?

Sin embargo y pese a mis peores sospechas, pronto llegamos a una de las vías que seguían la ruta del autobús de la línea 171 y pronto me ubiqué. Así que no pretendía venderme, después de todo.

—Ahora gira a la derecha —le anuncié, cuando nos detuvimos en uno de los innumerables cruces de la gran calle.

—Ya lo sé —dijo, con verdadera soberbia. Era tan desagradable.

Probablemente aquel estaba siendo el viaje más incómodo que había sufrido en mi vida.

En el espacio reducido de su Maserati destacaba el maravilloso perfume que emanaba Narcisse. Podía ser un capullo, pero olía como la mejor de las flores, para mi desgracia.

El deportivo avanzó lentamente hasta llegar justo frente a la puerta de la tienda en la que había trabajado durante más de un año, donde se detuvo, sin más, como si no hubiera más de cinco coches detrás nuestro y él fuera el rey de la calle.

Bufé, cogiendo la manilla para intentar abrir la puerta, poco antes de darme cuenta de que estaba bloqueada. Me giré hacia él, encarándolo.

—¿Puedo bajarme del coche? —pregunté, con una ceja levantada, sin entender a lo que venía esa repentina retención contra mi voluntad.

Él se apoyó en el volante, fingiendo que no oía el estridente sonido del claxon del coche de atrás, tan solo para mirarme fijamente a los ojos en completo silencio, como si estuviera intentando ver más allá de mis pupilas.

—No hasta que no me jures por tu vida que no has sido tú quien me ha descubierto —soltó, como si el secuestro fuera algo legal.

Fruncí el ceño.

—¿Crees que lo que me apetecía esta mañana era ser aplastada por una manada de periodistas solo por fastidiar tu anonimato?

Él respiró hondo, sin molestarse siquiera por los continuos pitidos de los coches que se habían acumulado detrás del suyo.

—Me bastaba con un no —dijo, serio.

—Como si me hubieras creído —bufé, intentando de nuevo salir de allí.

Narcisse arrancó el coche de nuevo, como si fuera a salir de un momento a otro de allí.

—Es difícil tomarla en serio, señorita Tailler —rio, aunque sin ningún atisbo de sonrisa en su bello semblante.

—Está claro que no sabe nada sobre mí, señor Laboureche.

De pronto y, sin venir a cuento, una retorcida sonrisa de satisfacción iluminó por completo su rostro, demostrando una vez más la horrible personalidad que le atormentaba.

Querido jefe NarcisoDär berättelser lever. Upptäck nu