Capítulo ochenta y uno

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Os advertí que me ibais a odiar, pero no me insultéis, que tengo la regla y en lugar de ponerme a llorar me pongo de mala hostia y le deseo la muerte a mucha más gente de la que se la merece.

—Gracias por acompañarme —le dije a Guste, sonriéndole ligeramente, sin saber qué más podía hacer.

Él se encogió de hombros, como si no le importara, sin mirarme a los ojos ni una sola vez, aunque tampoco lo había hecho en todo el camino hasta mi casa.

Había insistido en que debía traerme él tras mi breve desmayo en el Carrousel du Louvre, donde habíamos celebrado nuestro desfile y, aunque me hubiera negado, Guste no me había dejado marchar en taxi.

—Siento lo que ha pasado —murmuró, como si él hubiera tenido algo que ver.

Fruncí el ceño ligeramente, girándome hacia él, que jugueteaba con sus dedos con nerviosismo, mirando fijamente sus cortas y redondeadas uñas con interés.

—Lo siento yo —le corregí—. Has tenido que recogerme del suelo prácticamente delante de millones de personas cuando ni siquiera era tu desfile y yo...

—No te disculpes por eso —me interrumpió—. Prefiero haber evitado que te cayeras delante de todos esos periodistas y que Narcisse venga a asesinarme esta noche mientras duerma a que te mate a ti.

Sonreí, aunque él no lo hacía. Por alguna razón, el sarcástico y frío Guste había desaparecido de pronto, mostrando una extraña tensión e incomodidad que no parecía sentir hacía poco más de media hora.

—Entonces, gracias —le susurré, colocando una mano sobre la suya para llamar su atención, aunque tan solo provoqué que saltara en su asiento, como si se hubiera asustado por aquel simple contacto.

¿Por qué todos estaban tan raros últimamente?

—De nada. Es lo que hacen los amigos —dijo, con la voz grave.

Fruncí los labios a la vez que él apartaba la mirada hacia la ventana, obligándose a sí mismo a no mirarme, lo que fue, desde luego, de lo más extraño de la noche.

Me arreglé como pude el vestido, intentando no pisarlo al salir de la limusina, aunque tan solo me llegara a media pantorrilla, pues, al estar sentada, prácticamente rozaba el suelo.

Abrí la puerta del vehículo sin obtener ni una sola palabra más por parte de Guste, quien estaba actuando de una forma realmente extraña, y bajé de él, manteniendo el equilibrio sobre mis stilettos de Laboureche, cerrando la puerta cuando ya había conseguido colocarme sobre la acera.

Me giré hacia el coche para despedirme de Guste, aunque él, pensativo, seguía observando lo que fuera que estuviera tras su ventana polarizada y, sin mediar palabra, vi cómo el vehículo se ponía en marcha y se alejaba, calle abajo, de mi edificio.

Todavía confundida —y no tan solo por lo que acababa de ocurrir—, cogí las llaves que había en mi minúsculo bolso de mano y me dirigí hacia el portal, no muy segura de por qué Guste había estado actuando de aquella forma, aunque intentaba no pensar demasiado en ello.

Lo único que podía permitirme pensar en aquel instante era la ardiente ducha que debía tomar antes de meterme en la cama, arropada por mis sábanas de verano, a disfrutar de mi merecido sueño tras aquel día tan duro que yo misma me había ocupado de empeorar.

No había mirado mi móvil en ningún momento, segura de lo que estarían hablando los medios por mi pésima actuación en la pasarela, aunque lo sentí vibrar en mi clutch cuando conseguí abrir la puerta e, instantáneamente, encerrarme en el frío y oscuro vestíbulo.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now