Capítulo setenta y ocho

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Tenía las manos sudorosas y mi labio inferior temblaba con indecisión, pero nada me detuvo en cuanto alcé el brazo y golpeé tres veces seguidas con mis nudillos aquella puerta de madera blanca que se cernía ante mí.

Me aparté ligeramente, intentando mantener la calma, esperando a que alguien respondiera a mi llamada y, sin hacer ninguna pregunta ni yo avisar sobre quién era, la puerta se abrió, obligándome a levantar la mirada.

Guste frunció el ceño, evidentemente descolocado por mi presencia, aunque él tan solo se apartó, invitándome en silencio a que pasara.

Le sonreí ligeramente para ocultar con sutileza el opresivo dolor de mi pecho, aunque él no hizo lo mismo. Tan solo me miró, con sus tormentosos ojos azules, como si fuera la última persona a la que esperaba ver allí.

No habíamos vuelto a hablar desde que me confesó que yo también había sido la primera a la que besaba y no sé si era por vergüenza o por darme mi espacio, pero no había hecho amagos de volver a visitarme ni una sola vez y ahora estaba allí, frente a mí, esperando que entrara en el apartamento de su hermano mientras que él tan solo parecía querer descifrar lo que estaba pensando.

Acepté su silencio y asentí con la cabeza cuando me decidí a entrar, suponiendo que Bastien también se encontraba allí, porque era él con el que yo quería hablar.

—Aggie —dijo, levantándose del sofá casi al instante, tan sorprendido como su hermano por mi presencia.

—Hola —murmuré, intentando obviar el hecho de que volvía a estar prácticamente desnudo frente a mí, siendo la toalla que envolvía sus caderas lo único que me impedía verle en todo su esplendor y eso, como humana débil que era, provocó que me sonrojara.

Guste, todavía a mi lado, cerró la puerta con sumo cuidado y, sin mediar palabra, sumido en sus propios pensamientos, me esquivó para ir a sentarse en el sillón que había junto al gran ventanal del salón, cruzándose de piernas y observando el suelo de la habitación con interés, como si quisiera evitarme a pesar de estar a escasos metros de mí.

No quise prestarle demasiada atención a su extraña forma de actuar, así que tan solo me dediqué a observar a Bastien, quien, a la par que sorprendido, parecía inmensamente feliz de que me encontrara en su casa, allí plantada junto a la puerta, tras más de una semana de silencio absoluto por mi parte.

Mi vecino se anudó de nuevo la toalla blanca que le cubría hasta mitad de la pantorrilla, sin dejar de observarme, desafiándome a no bajar la mirada por sus duros y marcados abdominales, por los que caían pequeñas gotas provenientes de su cabello húmedo, el cual se peinó con los dedos con nerviosismo momentos después.

Tragué saliva, orgullosa de mí misma por no haberme parado a admirar su cuerpo y me decidí a avanzar ligeramente para no quedarme como una estúpida junto a la puerta, porque lo último que quería en aquel momento era huir como lo había hecho hacía poco más de una hora de Narcisse.

Volví a sentir como si alguien hubiera golpeado con fuerza mi estómago al pensar en él y me maldije a mí misma por ello. Cuando creía que todo era perfecto...

—Tengo que hablar contigo —dijimos ambos a la vez, llamando la atención de Guste, quien levantó la cabeza para observarnos desde el cómodo sillón, tensándose de pronto e irguiéndose como pudo.

Bastien sonrió ligeramente, con los labios apretados y sin intentar mostrar ninguna emoción más que el absoluto desconcierto y yo agradecí inmensamente aquel gesto, pues sus amplias y hermosas sonrisas tan solo podían hacerme flaquear en un momento en el que, desde luego, no debía de hacerlo.

—Te debo una disculpa —suspiró mi vecino, bajando ligeramente la mirada para evitar mantener contacto visual conmigo.

Hice una mueca, asintiendo con la cabeza, dándole a entender que, efectivamente, lo necesitaba.

Querido jefe NarcisoOù les histoires vivent. Découvrez maintenant