Capítulo sesenta y cuatro

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Mi primera intención fue saltar por el balcón. De hecho, no iba a ser la primera ni la segunda vez que lo hacía, pero, al final, me eché atrás.

No podía confiar en mi estabilidad si alguien no estaba para ampararme, como lo había hecho Bastien las últimas dos veces, así que preferí optar por bajar a la calle como cualquier persona normal.

Tras la marcha de Guste, lo único que hice fue peinarme y quitarme el ridículo pijama para enfundarme en un sencillo vestido estival, algo demasiado arriesgado para aquel día ventoso, aunque yo ni siquiera había recaído en ello. Tenía ganas de ver a Bastien, hablar con él y... besarle.

Porque sí, la sensación de sus labios húmedos por la lluvia sobre los míos había sido increíble, pero necesitaba tenerlo a mi lado, saber que lo que había dicho no había sido por despecho y que, en efectivo, él había querido besarme. A mí. Sin ningún incentivo como lo habían hecho Guste y Narcisse.

Salí de casa con el único complemento de mis dos llaves colgadas como anillo en mi dedo anular y sonreí por primera vez en mucho tiempo, al darme cuenta de lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo.

La puerta se cerró detrás de mí y, cuando lo hizo, fue cuando advertí a aquella mujer apoyada en la pared, con los brazos cruzados sobre su inseparable bata y mirándome con desaprobación.

—¿Necesita algo? —pregunté, viendo cómo mi vecina se despegaba a la pared para acercarse a mí.

Borré mi sonrisa al encontrarme con su dedo acusador frente al rostro, amenazante.

—Cuatro. ¿Te crees que no los he contado? —gruñó, como si yo tuviera que darle explicaciones.

Me encogí de hombros, dándole a entender que no sabía de lo que me estaba hablando y me decidí a esquivarla para continuar con mi travesía.

Ella, hábil como pocas a su edad, volvió a colocarse frente a mí, negando con la cabeza, dejando claro que, por supuesto, no iba a dejarme marchar tan tranquila.

—¿De qué me está hablando, señora?

Mi vecina volvió a cruzarse de brazos, levantando la barbilla, tal vez para intimidarme.

—De tus novios.

Abrí los ojos con sorpresa, esperando que añadiera algo más, aunque, por supuesto, no lo hizo.

—Verá —espeté—, no le importa mi vida privada.

Sonrió ligeramente cuando consiguió obstaculizarme el paso una vez más. Si daba un paso atrás, iba a caerse por las escaleras, aunque a ella no parecía importarle demasiado.

—Primero el buenorro del de enfrente, ese que tiende la ropa descamisado; luego, Narcisse Laboureche, el niño rico que sale en el periódico cada día; el pedazo de chino de espalda ancha que te miraba el culo cuando subíais por las escaleras y ahora el hermano del vecino, ese con el que te morreaste para una revista. ¿Qué eres, polígama? —soltó, en un tono soez.

Fruncí el ceño, mostrando mi enfado apretando los puños a ambos lados de mi cuerpo. ¿Qué creía que estaba haciendo aquella mujer?

—Métase en sus asuntos.

Ella, satisfecha por verme molesta, sonrió.

—No sé qué es lo que hace que atraigas a los hombres, porque basta mirarte, pero... A mí no me engañas. Eres una prostituta y sabes perfectamente que está prohibido en este edificio realizar tales... Ejercicios —dijo con sorna.

Iba a empujarla yo misma por la escalera si no me dejaba en paz de una vez.

—Tal vez debería de empezar a vivir su propia vida y dejar en paz a los demás. Es usted insoportable —contraataqué.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now