Capítulo veintidós

24K 1.5K 255
                                    

—Hola, Narcisse —pronuncié con repugnancia, sin quitarme los auriculares, aunque tampoco escuchando música alguna.

Él me miró con mayor desprecio. Su rostro de perfectas proporciones me examinó como si yo fuera una especie de ser infeccioso y supuse que estaba debatiéndose entre sentarse a mi lado o junto al vagabundo apestoso y alcoholizado que se había colado detrás de él sin pagar el billete, ya que eran los dos únicos sitios libres en todo el autobús.

Hacía unos tres días que le veía quedarse de pie, mirándome con rencor desde una de las barras del autobús y perdiendo el equilibrio cada vez que el bus frenaba en seco, la especialidad de los conductores matutinos. Probablemente ya estaba cansado de caer sobre ancianas y niños pequeños, para haber llegado hasta mí aquella mañana.

El autobús dio un acelerón innecesario que le hizo tambalearse y eso fue suficiente para que el señorito Laboureche decidiera sentarse, a regañadientes, aunque evitando caer de bruces contra el suelo.

—Qué asco —me saludó, sacando un pañuelo de seda del bolsillo de su americana para limpiarse las manos, no sin antes dejar sobre sus piernas aquel maletín de diseño que era más caro, probablemente, que mi vida.

Si hubiera podido pasarme ese mismo pañuelo por la cara y haberme hecho desaparecer como si fuera una bacteria, seguro que lo habría hecho.

—¿Has tenido tiempo para pensar en si soy yo la que dice la verdad y no el tramposo de tu Selecto? —ataqué, aprovechando su cercanía.

Había pasado de una fase de tristeza a una horrible ira en menos de una semana. Bastien seguía creyendo que podía ayudarme y me había convocado esa misma tarde frente a Laboureche, aunque yo estaba más que convencida de que no iba a dar ni un solo paso dentro de aquel edificio sin que los guardias se me echaran encima, y eso, por alguna razón, había despertado al ser rabioso que convivía pasivamente con mi yo pacífico en mi interior.

Él me miró, frunció el ceño y, posteriormente, arrugó la nariz. Estaba claro que disimular la repugnancia que sentía ante todo lo que le rodeaba no era su punto fuerte.

El bus pegó un frenazo que provocó que mi pesado bolso cayera contra el suelo, provocando un terrible sonido por el impacto.

Lo recogí a toda velocidad, rezando para que nada hubiera resultado herido por el fortísimo golpe que acababa de sufrir. Eso sí que iba a darme mala suerte.

—¿Todavía llevas ahí metidas a la herradura y a la muñeca vudú? —se burló, cuando conseguí colocarlo de nuevo sobre mis piernas.

Era odioso.

—Sí —respondí, ateniéndome a las consecuencias, las cuales, por supuesto, fueron una secuencia de falsas carcajadas que alertaron a prácticamente todos los pasajeros.

Iba a matarlo con la llave que abría uno de los castillos más antiguos de las Highlands de Escocia.

—No me has respondido —insistí, encarándolo con firmeza.

Su sonrisa se desvaneció lentamente al comprobar la cercanía de nuestros rostros y de cómo mis labios formaban una línea firme y recta, mostrándome tal y como él siempre lo había hecho.

Levantó las cejas, tal vez confuso o tal vez divertido, aunque no apartó la mirada de la mía ni un solo segundo.

—Sé que la corbata no la hizo en una hora. Lo sabía cuando se agachó a beber agua y cuando volvió a su sitio con aquel magnífico accesorio de semanas de trabajo. Era perfecta —susurró, acercándose peligrosamente a mi oreja, acariciando con su cálido aliento mi ruborizada piel, tras quitar con suavidad el auricular que me aislaba de su grave y melodiosa voz.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now