Capítulo siete: Veranos lluviosos.

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Reconocerme todo lo que dolía y no había sabido gestionar rompió la misma barrera que alcé intentando esquivar el daño. Un daño que era inesquivable. Un daño presente e ininterrumpido. Un dolor en el pecho con el que debía aprender a convivir si no quería morir en el intento.

Febrero se hizo paso entre rosas, dulces y palabras amables. Y aquel vacío irrevocable. Intenté desligar todas las letras a un sentimiento que se había quedado sin significado en mi cabeza; querer. Y entre algunos llantos silenciosos, más quebraderos que reparadores, me hallé en abril dando la bienvenida al florecer de todos los cerezos de Neruda, poetizando un romance que nunca había llegado y, para mi suerte, jamás llegaría. 

Paula casi se ganó el apodo "oleaje", tan calmado como incierto, a veces más dentro de mis orillas, otras tan lejos. Pero yo estaba bien con eso, seguía en mi vida, regalándome promesas, ganas de un futuro juntas. Aún sin saber a dónde nos iba a llevar el fluir de nuestros reencuentros, pero siempre juntas. Fue un día de miradas inconexas, a tal punto de calor que lo único que buscamos fue el grado de ebullición, cuando nos dimos cuenta de toda la sangre que nos íbamos a provocar.

No hicimos caso a ninguna advertencia, seguimos pisando el acelerador, resbalando por todas las curvas, mordiéndonos los temblores de piernas y matando a las mariposas del estómago. Nuestros dedos, casi afilados, cortaron con precisión los hilos que nos mantenían unidas y el tsunami que arrancó más de un gemido al oído fue el devastador final a todas mis calas.

— Necesito salir de aquí. Me voy —la respiración entrecortada, los labios vestidos de rojo.

— Son las tres de la mañana, quédate a dormir, descansa un poco —aún no sé por qué, pero me hizo todo el caso que había omitido durante toda nuestra relación.

— No te preocupes por esto, nada va a cambiar entre nosotras —la creí.

La creí porque en mitad de aquel abrazo condenado por el insomnio su voz no se rompió, no dio indicios de desaparecer, ni de querer borrar su nombre de mi piel, ni de pretender desdibujar todas mis formas de sus poros. Así que la creí, no me quedaba otra.

Yo, que lo único que había querido siempre era perderme en sus lunares, sin siquiera buscar la salida ante todos sus torbellinos, me vi destrozándome el corazón al verla salir por la puerta con el pelo alborotado y los miedos colgados a la espalda. Lo tenía, todo su olor por mi cuerpo, en mi habitación, en mi pecho. Y, sin embargo, me vi con los trocitos punzantes intentando filtrar un oxígeno que no llegaba a mis pulmones.

La había tenido, y ella solo quería seguir escapándose de mí.


Después de un silencio atronador de catorce meses, agudizado por la ansiedad intrínseca de quien sabe que lo ha perdido todo, hasta las ganas de querer recuperarlo, acabé un bachillerato plagado de dudas. Mi madre, tan atenta como siempre, me dejó volar. Literalmente. Hui de Alicante con todo lo que me cupo en la maleta y más peso en la garganta que en el equipaje. 

Todo había pasado jodidamente rápido, sin tiempo a reaccionar. Los dos cumpleaños que pasé sin la gente que había estado siempre, el verano aquel que dediqué a saber qué coño quería hacer al terminar el instituto y el último curso que no me dejó espacios vacíos en el día a día lo suficiente notorios como para pensar en algo que no fueran los constantes exámenes. Llegó el decimoctavo año de mi vida, y fue suficiente para convencer a mi familia de todo lo que necesitaba cambiar de aires. 

Y ahí estaba, a punto de aterrizar en París, esperando que la que sería mi casera, y algo así como mi madre de acogida durante en principio tres meses, estuviera ya en el aeropuerto con un cartel lo suficiente llamativo como para poder distinguirla a la primera sin pasar la vergüenza de no saber a dónde ir, pero tampoco tanto como para avergonzarme igualmente por la atención indeseable. Por suerte pasó el primer escenario y pronto estuvimos entablando una torpe conversación sobre lo impredecible del tiempo en aquella ciudad en un francés medio inventado que Sophie, la mujer que me iba a acoger en su casa, no se esforzó demasiado en corregirme. 

Crónicas de un yo pasado, tú presente y nuestro futuro.Where stories live. Discover now