Capítulo trece: Verde radiactivo.

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Estaba jodida. Se había acabado el verano, las vacaciones, el tiempo libre. Se había acabado Elena, el cariño no escrito, el sudor y el sexo. Se había acabado todo y a mí me había dejado jodida. Tenía tanto tiempo libre que me dedicaba a echar de menos y a intentar que Paula me hiciese un mínimo caso. Ninguna sirvió de mucho y me vi de nuevo metida en una espiral de autopadecimiento que no me iba a llevar a ninguna parte. Sin embargo entró segundo de carrera como llegan los salvavidas, en el momento en el que estás a punto de hundirte y consiguiendo que llegues a tierra firme.

A Carla y Marina se le unió Henar, una chavala que acababa de hacer un traslado a nuestra universidad debido a su reciente mudanza. Que viniera cargada de ilusiones y de acento norteño solo consiguió que mi curiosidad por aquella chica fuera en aumento cuanto más hablaba. Así que, cansada de estar cansada, de esperar un momento de paz en el que dejara de sentirme sola, le pedí una cita, a apenas un par de semanas de conocernos.

Por eso mismo, estábamos sentadas en una mesa esquinera de un restaurante de sushi en pleno centro de Alicante, buscando entre la carta y alternando la mirada entre los rolls y ella, tan bien presentada, enfundada en su vestido verde oliva que hacía un juego perfecto con el negruzco de su pelo, que llevaba recogido en un moño de diseño. Inclinó la cabeza para poder observarme por encima de las gafas de pasta.

— ¿Te gusta el menú? —preguntó, con tono jocoso.

— Me encanta —le desafié con la mirada todo lo que pude y ella enrojeció—. Qué valiente pareces a veces y qué rápido se te pasa —la vacilé.

— Odio cuando te pones así, en plan chulito.

— Sabes que no —dejé la carta a un lado después de decidirme y me apoyé en mis brazos, echándome para adelante en un intento de acercamiento.

— Quizá no, pero jamás te lo admitiría.

Comimos rozándonos las piernas, riendo cada vez que nuestros pies se encontraban por debajo de la mesa o cuando le sonreía más tiempo del socialmente permitido. Se me encharcó un poquito el alma y dejé que Henar chapoteara a placer en mis ruinas. Y me encantó que por fin alguien quisiera quedarse a habitarme sin importarle lo que costaría la reforma de mi interior, vacío y con algunas luces parpadeantes. Me había intentado encargar, eso sí, de limpiar todas las paredes y de cambiar las persianas podridas, de aligerar el leve olor a moho y de encontrar un sofá que fuera a juego con mi vida, pero aun así, todo era tan nuevo que poca gente quería siquiera oír hablar de posibles mudanzas. Tampoco les culpaba, ni siquiera yo quería vivir en mi interior.

Me cogió la mano de vuelta a casa, arrancándome el valor que había ido forjando poco a poco a lo largo de la velada y quedándoselo ella, instándome a guardar las alas para usarlas cuando a ella le tocara mudar plumaje. Y accedí porque todo me pareció correcto, no había culpabilidad, ya no había un miedo a qué iba a pasar. Quería quedarme con el presente , dejarme vivirlo. Y eso hice también cuando insistió en pasar tiempo conmigo, cuando me convencía para hacer planes a solas, cuando consiguió que los fines de semana fueran nuestros y de nadie más. Las dos ahí solas, metidas en su cama refugiándonos del mundo mientras sonaba de fondo alguna canción de rock y nos susurrábamos la vida tras cada anécdota.

La tensión se fue acumulando tanto que cuando explotó nos derribó a todas de un golpe, nos estalló en la cara todo lo que habíamos retenido durante los primeros meses, y para cuando me quise dar cuenta, ya andaba sobre un mar de lodo del que cuesta salir. Inevitablemente me fui enamorando de ella, de su manera de caminar, como si tuviera todo el peso del mundo bajo los hombros y sus pies lo ignoraran por completo, del largo de sus pestañas, que cuando pensaba demasiado le rozaban los pómulos, o de cuando fruncía los labios al concentrarse. Me enamoré de ella sin poder evitarlo, en tres meses. Me enamoré como me había enamorado de Marta, sin esperarlo y de lleno. En cierto modo me recordaba a ella porque cuando estaba a su lado, Henar me hacía la vida un poquito más loca y menos amarga. Así que al tercer mes, intentando que la cuerda que nos mantenía unidas no se rompiera, me lancé a sus brazos con el quejido doloroso del que sabe que ya pasó por la misma herida. Pero ella me recibió de buen grado y me confesó que el rugido hambriento que le devolvían sus tripas era tal que poco habría durado más sin un pan que mendigar.

Crónicas de un yo pasado, tú presente y nuestro futuro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora