Capítulo dieciocho: Al amanecer.

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Me sentaba en el escritorio, intentando concentrarme en las letras que adornaban la pantalla de mi portátil. Sentía el frío del cristal del que estaba hecha la mesa que sostenía todas mis pertenencias en aquel cuartito. La luz natural lo bañaba todo desde mis espaldas, dejando un aura blanquecina en todo lo que había en la sala. Las grandes puertas transparentes dejaban ver el ir y venir de mis compañeros de trabajo. Cualquiera diría, al ver la apariencia del edificio desde fuera, amoldándose al resto que les rodea, con ese rojizo del ladrillo alzado por una piedra más bien beige, que el interior tiene la intención de ser totalmente moderno. He acabado aquí, en una empresa que lleva casi un siglo reinventando mobiliario para lugares que requieren de él, trabajando de recursos humanos. Lo que me pareció toda una vida estudiando psicología para acabar de recursos humanos. ¡De recursos humanos!

No me quejaba, no tenía derecho a hacerlo. Estaba más que a gusto en el sitio en el que estaba, con un pequeño grupo que, o eran españoles o estaban estudiando el idioma. Tardé algo más de tres meses en encontrar trabajo, pero lo había conseguido y ahora mi casera tenía un motivo de peso para no tirarme a la primera de cambio. Por suerte mis padres andaban con una economía estable y pudieron ayudarme con el dinero mientras buscaba. Pero sentir que podía pagarme mi vida me daba una tranquilidad inexplicable. Me había convertido en una señora adulta que se paga sus cosas, así, de la noche a la mañana. Había tenido que aprender a ser independiente, y le había acabado cogiendo el gustito.

Mis nuevos amigos eran interesantes, tenían un estilo propio, se entendían incluso cuando andaba yo entre ellos como objeto de discordia. Consiguieron que me integrara a la perfección. El problema es que cada uno trabajaba en un área diferente y, por tanto, nuestros horarios variaban lo suficiente como para que nos afectara a las quedadas. Apenas conseguíamos coincidir todos a la vez. Pero estaba a gusto, conseguían suplir la carencia de lazos humanos que había acarreado la mudanza, pues con todas las distracciones que tenía al alcance de la mano, más bien debido a la novedad, mis amigas de la uni se fueron distanciando. Casi me pareció lo mejor. No porque no las quisiera en mi vida, sino porque dadas las circunstancias, si no tomábamos distancia íbamos a acabar peor. Por ello solo hablábamos de vez en cuando, asegurándonos, a ellas y a mí, que en cuanto volviera de visita les reservaría un hueco en mi apretada agenda.

Me había aislado de mí misma, de ese pasado tenebroso que me iba ahogando de a poquitos, como si fuera un peso muerto en mitad de un mar que había creado con mis propias manos. El mar... lo que echaba de menos tener esa cálida sensación de cariño, del recuerdo. Ahora todo lo que me quedaba era un puñado de imágenes que se paseaban en mi memoria sin saber muy bien qué sentimiento debían producirme. Había vuelto a sentir las venas rebosantes de sangre, de oxígeno, pero todo me llegaba al cerebro como un cúmulo confuso de emociones que no lograba diferenciar.

Había algo de ausencia, de tristeza. Había perdido a amigas, a cuatro amores, un desamor y una relación indefinida. Tenía las heridas contadas, como si aquello me fuera a servir de algo. Tenía, también, entre todo aquel barullo, un poco de miedo, por volver a vivir todo aquello, por volver a dejar dolerme. Y, de alguna forma, también desapego por todo lo que me rodeaba. Tenía una única pasión y no podía conseguirla.

Notaba las entrañas a fuego cada vez que miraba el cuaderno de piel negra en la estantería. Como si fuera una puta bomba a punto de estallar en cualquier momento. Ahí habían quedado todos los recuerdos de los que trataba de huir y, sin embargo, no me había podido resistir a llevármelos conmigo. Supongo que así era la definición perfecta de la ambigüedad que me azoraba: el querer sin querer. Tenía la ligera sospecha de que en algún momento podría leerlo sin romperme en los mil pedazos que había sido alguna vez mi corazón, ahora recogidos y en proceso de restauración.

Me miré hacia dentro, en aquel escritorio blanco, como si de verdad pudiera verlo, y encontré los cristales de la casa en la que habitaba desperdigados por el suelo, la chimenea que reinaba la pared central chamuscada y con las cenizas acumulándose en su interior, había motas de polvo por el aire, como una nube marrón que apenas dejaba claridad en la visión. Llené mis pulmones de un aire intoxicado para recordarme una vez más por qué había dejado empeorar todo aquello si había dado pasos de gigante en una vida que comenzaba a entender como mía. No hallé respuestas, porque lo único que me estaba suplicando aquella situación era que cogiera de una maldita vez la escoba y dejara aquello tan reluciente como había estado en tiempos previos, cuando aún nadie había pisado ese interior.

Crónicas de un yo pasado, tú presente y nuestro futuro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora