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Peter

—¿Qué te ha pasado en la nariz, señor eme? —me preguntó Sydney, sentada en su mesa.

Yo eché un vistazo al resto, pero ninguno parecía tener muchas ganas de volver a su sitio. Quizá los viernes eran malos porque los alumnos se dispersaban, pero no es que los lunes fueran mucho mejor. Aún estaban de resaca de tiempo libre y les costaba volver al ritmo. Y yo, que también estaba de resaca de las de verdad, tampoco tenía muchas ganas.

Me toqué la tirita de la nariz, recordando los sucesos del viernes. Gwen se había largado, dejándome con el calentón. La verdad es que su carita de duende me ponía a mil, pese a que siempre había preferido a las mujeres con... grandes atributos. Esa ninfa parecía todo lo contrario a mi prototipo ideal, pero, aun así, cada vez que me dirigía una sonrisa, se me revolvía algo por dentro. Además, todavía no me había casado con ninguna pelirroja, si eso contaba para algo.

El caso es que yo pensaba que ya la tenía convencida para ir a la cama (o el baño, lo que fuera). Incluso habíamos empatizado o algo así. A las tías le gustan los hombres sensibles y él «no puedo superar mi ruptura», estaba seguro de que le había derretido las bragas. Y, quizá, no era tan mentira como debería y el tema de Lory me quemaba aún por dentro, pero eso es otra historia.

Después de la que la pelirroja se largase dejándome con las ganas, yo le había dado unos minutos para volver arrepentida. Al final, como no lo hizo, me senté junto a una morena que se ajustaba más a mi prototipo de mujer perfecta. Incluyendo los grandes pechos operados y la escasa ropa que la cubría a medias. Era consciente de que ella no me había quitado la vista de encima, así que me pareció una forma ideal de solucionar mi problema aquella noche.

Y lo fue, hasta que apareció su novio. Estábamos a punto de irnos al baño, cuando un tipo enorme salió de alguna parte y me golpeó justo en la nariz. Por suerte el gran Jack lo separó de mí a tiempo, porque por muy ducho que fuera yo en peleas en bares, aquel tipo era gigante y yo estaba algo atontado de su golpe por sorpresa (y por las ingentes cantidades de alcohol que llevaba encima).

La conclusión de la noche fue un calentón no resulto, una tirita en la nariz y un ojo morado oculto bajo las gafas de sol. Un éxito vamos. Mi madre me estuvo gritando al día siguiente por seguirme portando como a los dieciséis. Lo cual convirtió la resaca en algo parecido a una tortura.

—Me di con una puerta, Sydney, gracias por tu interés... —corté el tema.

O pensé que lo había cortado, porque en un movimiento muy sincronizado se sentaron todos a la vez y empezaron a escupir preguntas que no logré entender. No tardé en darme cuenta de que no tenían ninguna gana de dar clase. Yo me limité a sentarme sobre mi mesa y esperar a que acabasen.

—¿Y cómo acabó la puerta, señor eme? —me preguntó Sydney con cierto tono malicioso. Y, por algún motivo, su voz sobresalió sobre las demás y consiguió que se hiciera un silencio absoluto.

—¿Empezamos la clase? —Cambié de tema, recogiendo el libro del que tenía delante para ver qué tocaba—. Células. ¿Quién quiere hablar de células?

—¿Te pegaste con alguien, señor Millerfort? —cuestionó alguien más.

—Pues no estudiamos las células. —Le dejé de nuevo su libro a su dueño—. ¿Preferís hablar de un accidente doméstico?

—Es que parece un puñetazo —se unió alguien más.

Tuve que controlarme para no reírme. Una cosa es que pasase de ser un buen ejemplo y otra que fuera a ser uno malo tan descaradamente.

—¿Quién sabe qué es una célula procariota?

El empollón de clase levantó la mano, para no perder la costumbre. Yo agradecí que no me viera poner los ojos en blanco gracias a las gafas de sol. La verdad, no tenía nada en contra de él, pero para que respondiese siempre el mismo, prefería explicarlo yo. Ya sabía que él se estudiaba todo el libro de memoria antes del curso.

Cuando decidas madurar - *COMPLETA* ☑️Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt