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Jimin, después de la insólita idea de su amiga, no estaba concentrado en sus trabajos, tenía demasiados problemas con sus jefes, incluso lo habían golpeado para que reaccionara del trance. Pero él vivía en las palabras de Dahyun, todo lo abrumaba y no sabía por qué; quería una solución que le ayudara en la situación tan descabellada. Era muy confuso, como si un remolino estuviera ocasionando destrozos en su mente y sus pensamientos se resolvieran. El muchacho tenía un lío interior.

Pasaron dos días luego de estar en el hogar de la casta Cuatro. Era de noche y aún se encontraba realizando el último trabajo encargado; sentía que en cualquier momento iba a desmoronarse en el cargamento y se quedaría tirado ahí como un muerto, ya no resistía en esa vida. Cuantas veces soñó con estar en una de las castas más altas para solo saber cómo se siente vivir con comodidades; algo imposible imaginaba.

Tiró la última carga que llevaba en su hombro y sus brazos sintieron un gran alivio al tener ningún peso encima. El jefe se acercó a él en cuanto vio finalizada la obligación, desparramó la cantidad justa de monedas a los pies de Jimin; siempre era un tacaño con él, a veces no le pagaba lo que era prometido y se reía en su cara cuando el joven le reclamaba.

Agarró las monedas del suelo y con la poca fuerza que mantenía en su cuerpo se fue a su pobre casa, vieja y desaliñada, como lo eran todas de la casta Siete. Cada vez más estaba odiando aquel sistema que ordenaba a la gente por los recursos que tenía. ¿Por qué no habitaban todos juntos? ¿Por qué un número le impide hacer grandes cosas o ser alguien? ¿De qué les servía a los reyes de Seúl aquella manera de gobernar?

Jimin estaba furioso: con el reino, con las castas, con el rey y la reina, con la riqueza, incluso con el príncipe Min Yoongi que siquiera conocía, pero a pesar de eso lo aborrecía con ganas, a todos. Podría ser su furia incontrolable del momento que le obligaba pensar de aquella manera, pero no tenía fuerzas para oponerse a sus pensamientos.

Llegó a casa y la violencia indescriptible que poseía huyó con los tiernos abrazos de su hermana Naeun cuando le rodearon. Él le devolvió el amor que transmitía la pequeña y fueron de la mano hasta la cocina donde su madre preparaba algo con los alimentos que pudo comprar. El muchacho la observó: estaba desganada e infeliz rodeada de la asquerosa suciedad, no parecía una mujer que quisiera vivir.

El castaño empezó a sopesar: ¿qué pasaría si quedara dentro de los treinta y cinco chicos?, pocas probabilidades había, pero de todas maneras, ¿mejoraría la vida de su familia? ¿Podría cambiar su economía?

Un sonoro beso le obsequió su madre causándole en segundos una sonrisa verdadera en su demacrado rostro. Puede que el cansancio de Jimin esté acabando con él poco a poco, pero todavía puede sonreír para los demás aunque traten de arrastrarlo a la miseria.

Su hermana Naeun estiró sus cortos brazos hacia el muchacho en la espera de que él la sostuviera, el joven lo hizo con algunas molestias en su musculatura cuando se esforzó demasiado pero no lo demostró. Los niños significaban mucho para él y le encantaba jugar con ellos, más cuando sus demás hermanas se reían de la payasada que hacía en ocasiones. Él amparaba cada vez que podía a los niños que pertenecían a la casta Ocho pidiendo limosna o algún pedazo de comida, aquello lo hacía sentir mejor persona.

Y lo era, incluso más que eso.

-¿Estás muy cansada, mamá? -preguntó mientras le hacía cosquillas a Naeun en su cuello, esta se retorcía de la risa-. Si quieres yo puedo seguir cocinando y tú vas a descansar, no tengo problemas.

-¡Oh, claro que no! -prohibió su madre-. Es mejor que tú vayas a descansar, recién llegaste de trabajar. Toma una siesta, luego te despertaré para cenar, ¿bien?

-Bueno.

Al castaño no le gustaba ver como su madre se sacrificaba tanto por ellos, pero ella pensaba lo mismo de su hijo, tampoco le gustaba ver como él entraba a la casa y presenciar lo cerca que estaba de desmayarse o, a veces, morir. Es algo que le aterraba a los dos y por nada del mundo dejarían que aquello ocurra. Aunque fuera muy común en los Sietes y Ochos.

-¿Jimin? -mencionó suavemente una voz femenina a sus espaldas: SoDam.

Él sonrió en el instante en que la vio tan tímida con las manos entrelazadas pidiéndole tácitamente que tengan un momento para conversar. El muchacho aguerrido pensó que tendría algún problema y necesitaba la ayuda de su hermano mayor de por medio. Ambos entraron a la habitación donde habían solo dos camas hechas jirones con los resortes a la vista, no dormían en las mejores condiciones pero era algo que agradecer, excepto Jimin que dormía en el suelo, ya no recordaba cómo era despertar sin quejarse de dolor por los huesos.

Los dos hermanos se sentaron y ella lo miraba un poco aterrada. Nadie sabía cómo iba a reaccionar el muchacho.

-¿Tienes complicaciones con algo?- preguntó el castaño preocupado-. Puedo ayudarte en lo que sea, SoDam.

-No, no es sobre mí -aclaró preparándose-. Es sobre ti.

-¿Sobre mí?

-Sí... Mañana se abren las inscripciones para la...

-Oh, por Dios -resopló-, otra más.

-¿Cómo que otra más? -ella ladeó su cabeza extrañada-. ¿Ya te lo habían dicho? ¿Quién?

-Dahyun- fue la singular respuesta expulsada de sus gruesos labios.

SoDam abrió la boca impresionada, no era la única que proponía lo mismo. Dahyun y ella tenían los mismos pensamientos, querían ayudar a Jimin y a su familia, cambiar el modo de vivir, tener por primera vez buena suerte en lo que la vida le interponía en el camino.

El joven nuevamente se puso a pensar en las ventajas y desventajas de lo que podía llegar a someterse, se imaginó estar entre los afortunados, pero de inmediato cayó de la nube. ¿Qué pasaría si se inscribía;acaso saldría entre los otros cientos de jóvenes mucho más atractivos, hermosos y dignos de una corona? ¿Tendría el privilegio de ser escogido? Es una posibilidad de una en un millón, ¿pero tenía algo que perder cuando ya vivía en la porquería?

Solo pondría su nombre y foto, y luego esperaría hasta el sábado para ver cómo no lo nombraban en la televisión. Para darse cuenta que la suerte no existe en su ámbito y que fue una estupidez tremenda ir a perder el tiempo en las inscripciones.

-Muy bien -dijo resignado--lo haré. ¿Me acompañarás?

SoDam contenta, sonrío y asintió; estaba segura que su hermano quedaría.




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