⊰CAPÍTULO 8⊱

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Durante varios días no pude salir de la cama, me la pasaba enrollada en mi cobija extranjera para el invierno que la tía Sofie me envió como regalo años atrás; siempre con el mismo cardigan blanco (ahora más de un color crema), una gran camisa extraída del cuarto de mi hermano años atrás y las mismas pantaletas.

Apenas y podía poner un paso fuera de la habitación, con aquel incesante dolor de cabeza que tronaba en mis cienes y la clara hinchazón en mi panza. Tanto vomito me había dejado sin fuerza, arrojada en mi cama que ya comenzaba a rechinar, por mucho que la tía Sophie me comprara una nueva.

Casi no podía ingerir comida, apenas un poco de agua con sal y cebolla casi inexistente. Más cuando el olor volvía, todo el contenido en mi estómago venía con ello.

Ambas mujeres se preocuparon hasta el punto de llegarme con pastillas anticonceptivas como si no siguiese siendo virgen.

Reunir las fuerzas aquella tarde para tomar una ducha fueron tan grandes como el poder de Moisés al separar el Mar Negro, solo que menos glorioso y sin ser tomado en cuenta para otro capítulo de la biblia.

Desde el pasillo podía escuchar la voz amortiguada de mi abuela Penny y a la tía Sofie discutir por algo que no logré distinguir gracias a la voz de Chayanne en los parlantes. En el baño, las baldosas blancas estaban helada, casi logrando que soltara un grito por la sorpresa.

Cerré la puerta con seguro, ya una costumbre profunda en mi piel. Abrí el grifo con el fin de que el agua dejase de ser ese infernal hielo y se calentara, un proceso que gracias al viejo calentador podía durar hasta dos minutos. A veces ni calentaba, realmente.

Lo primero en quitarme fue el cardigan, lo más sencillo. Mi batalla fue con la gran camisa, por mucho que la tuviese varios días, el olor de mi hermano seguía impregnado en ella, recordándome lo mucho que me hacía falta su presencia. Aquellos días eran difíciles, mis pesadillas estaban cobrando factura y apenas y podía conciliar el sueño unos minutos antes de levantarme gritando.

Lo necesitaba y nadie sabía dónde estaba, más bien, nadie quería decirme exactamente dónde estaba.

Elevé los brazos con esfuerzo, como si hubiese levantado pesas todo el día anterior. Al sacarla, el roce solo logró molestar más mi migraña, una fuerte punzada atravesando desde mi hueso occipital hasta el frontal, y de sien a sien.

Por un momento pensé ver a alguien detrás mío, cuando todo se volvió negro por unos segundos gracias al dolor. Más todo volvió a ser igual de claro que antes, con uno de los focos de la lampara fundidos mientras que el otro solo lograba iluminar de forma parcial.

Bajé mis bragas con el mismo esfuerzo de levantar doscientos kilos y, de puntas sobre mis dedos, entre al pequeño cubículo que constituía la regadera.

Como lo imaginé, el agua apenas y había calentado un poco, el frío sirviendo para aclarar un poco más mi cabeza y que mi migraña tomase represalias. Otro fuerte dolor y tuve que apoyarme en la pared para no caer mientras todo era oscuro. De nuevo. Alguien. Me está mirando.

Giré tan rápido que casi me rompo el cuello, mirando detrás de mi. El plástico de las puertas necesitaba que lo limpiara de nuevo, porque las gotas habían hecho de lo suyo y estaba todo salpicado. La imagen no fue clara, pero mi presentimiento sí.

Mi nariz comenzó a picar, más aquel particular olor no se percibía por ningún lado, en su lugar, fue reemplazado por anís estrellado, de ese horrible té que mis familiares llevaban días dándome para controlar mi estómago.

Descarté toda idea descabellada, mi abuela lo preparaba como si fuese agua del día, el olor fácilmente podía colarse.

Tomé el jabón y comencé a pasarlo por mi cuerpo, gracias a la presión que ejercí en varios lugares como en mi zona lumbar y cerca de mi vientre, me di cuenta de algunos moretones que tenía.

Pacto con el diabloWhere stories live. Discover now