Una laguna no es el mar

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Día de la primavera y el estudiante. Nuestro curso lo pasaría en la laguna de San Miguel del Monte, ninguno la conocía, pero una de las compañeras dijo que era muy lindo lugar y se encargó de organizar el viaje.

A las seis de la mañana, todos esperábamos en la estación al vehículo que habría de llevarnos a nuestro destino con gran expectativa, y cuando la chica señaló lo que había contratado se nos cayó el alma al piso: era un viejo autobús escolar, desvencijado, con la pintura descascarada que tosía y escupía humo. Miramos a nuestra portavoz en el negocio y muy sonriente nos dijo "bueno, era lo más barato que conseguí, suban rápido antes que nos vean los del Estrada" —el colegio rival que en ese mismo momento ascendía a un autobús a puro lujo y cromado espléndido que lastimaba los ojos.

El viaje se alentó por momentos, especialmente cuando debíamos juntar fondos para pagar los peajes—allí nos enteramos que la tarifa no los incluía. Nuestro chofer era un hombre grandote y rezongón que nos exigía no "reírnos en voz alta"... y finalmente llegamos.

Este punto turístico se ha ido convirtiendo en un lindo lugar apto para el descanso, pero en esa época nos recibió un páramo abandonado y desapacible, salvo por dos o tres lugareños que alquilaban botes para entrar a la laguna por quince minutos y otros que lo hacían con caballos escuálidos y viejos que daban pena solo de ver. Los alrededores: calles de tierra arcillosa y vegetación rala, en su mayoría matorrales desprolijos y aislados.

Después de dar un par de vueltas por el lugar no había nada que hacer, nos sentamos a comer galletitas y facturas y luego de mirar un rato el agua nos preguntamos:

—¿y ahora qué hacemos?

—Podríamos dar unas vueltas en bote.

Los botes eran una cáscara de madera con capacidad para dos personas, yo fui con José y Pedro con Gustavo, Jorge no pudo ir—y salió ganando.

A mitad del paseo, el bote se empezó a inclinar de mi lado y me fui para el costado, mi brazo se hundió todo en el agua, que era barro marrón espeso. José empezó a tironearme para que no me cayera del todo y conseguimos llegar a la orilla. Sucedió que algunas maderas del fondo del bote  se enredaron en una rama de árbol que estaba dentro de la laguna, cuando queríamos avanzar nos volcaba hacia un lado. Aparentemente se desenganchó, para nuestro alivio, sin pasar a mayores. Debajo de la tabla que formaba el rudimentario asiento, se encontraba el ancla, que nos informaron podíamos utilizar en caso de urgencia, se trataba de una maceta rellena de cemento que por fortuna no necesitamos. La culminación de la aventura fue con el día que empezó a nublarse, —como todos los de primavera— y regresamos con frío, rogando llegar pronto a nuestras casas.

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