Casi no pasan los reyes

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 Ariel estaba trabajando en un prestigioso sanatorio de la capital. Era cinco de enero y no se habían pagado los sueldos, el personal estaba exaltado, los ánimos caldeados y se organizaba una huelga general. Hay cosas que se pueden pasar por alto, pero en esta oportunidad, la falta de consideración era demasiada. Todos los empleados tenían hijos, sobrinos, nietos, algún niño que al día siguiente despertaría sin un juguete de parte de los reyes magos, que por esa época eran quienes se encargaban de recompensar a los niños ya que Santa Claus no tenía mucha fama por acá.

 A las veintitrés horas, ante la amenaza de paro, apareció el contador y se encargó de abonar los sueldos. En casa, mis nervios estaban destrozados por la espera sin novedades, pensaba en un accidente o  un asalto y la desesperación me ganaba con las horas. 

A la una de la mañana llegó mi esposo y cómo las jugueterías permanecían abiertas toda la noche en esa fecha trajo la muñeca con aroma a cereza que tanto deseaba la nena, un robot para el que le gustaba desarmar todo y un camión de bomberos para el más pequeño. 

El pastito tenía que ser comido y el agua tomada, era justo agradecimiento por aquellos hermosos regalos.

Álbum de familia ¡Se va la segunda!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora