Un viaje pintoresco

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El mes de enero se inicia la feria judicial, los tribunales están de receso y  yo podría concurrir sin trabas al curso de ingreso de la facultad, pero en febrero se empezaba a trabajar, entonces le informé a mi jefe y me permitió ir al estudio solamente los sábados en el horario habitual   de 9 a 12 horas. La primera etapa de la facultad la disfruté plenamente, desde la zona sur viajábamos un grupo de compañeros que subíamos al tren en distintas estaciones y llegábamos juntos. En realidad, desde dónde yo vivía me convenía tomar un micro de mediana distancia, que hacía el  viaje directo; en lugar de eso tomaba un colectivo por  cuarenta minutos hasta la estación para poder alcanzar a mis compañeros de curso e ir tratando los temas de estudio. Era muy divertido ese ambiente variopinto en el que se desenvolvía el viaje: vendedores ambulantes en fila india ofreciendo sus producto a viva voz, estudiantes de las diversas carreras murmurando lecciones repetidas, personas llevando bultos, niños gritando y músicos repartiendo notas mientras acercaban el sombrero a los pasajeros que quisieran colaborar con  sus dotes artísticas.  

Para pasar el curso contábamos con  exámenes parciales y un final en cada materia. En marzo sabríamos quienes habían aprobado y tenían el visto bueno para empezar la carrera. Como oyentes, podíamos asistir a las  conferencias que se llevaban  a cabo en el aula magna y nadie quería perderse. Eran clases magistrales, y la concurrencia tanta que no alcanzaban las sillas y la mayoría terminábamos sentados en el piso, escribiendo apoyados sobre la espalda del compañero sentado delante nuestro. 

Desde el primer día coincidí  en el horario del tren con uno de mis compañeros de curso que subía en Quilmes al igual que yo. Era muy comunicativo, sociable, simpático y con unos enorme ojos azules. La verdad es que me gustaba mucho, conocí a sus padres e incluso nos reuníamos en su casa con otros compañeros a preparar los temas de examen—era realmente encantador y lo sabía—. Al invitarme a salir  me mostró que los besos sí podían ser espectaculares como los de las novelas, pero pronto me aclaró que quería tener sexo sin compromisos porque era joven y abierto a la experiencia. Una relación que no implicara más que un trámite no me interesó en lo más mínimo, así que lamentándolo mucho porque me agradaba, decliné su propuesta. En el trayecto del tren me ofrecía siempre bajar a un hotel que había en la ruta y hasta insistía en pagar la mitad de la tarifa—era pura generosidad—. "No sabés lo que te perdés", me dijo la última vez que me habló, ya que se negó a volver a dirigirme la palabra luego de mi rotundo "no". 

Álbum de familia ¡Se va la segunda!Where stories live. Discover now