Libros, libros, libros

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Cuando mi pez mayor quiso estudiar bibliotecología se presentó un problema: el viaje. La carrera se realiza en el centro de Buenos Aires o en la ciudad de La Plata. Por supuesto que hay otros institutos privados, pero no cuentan con el prestigio ni el nivel académico de los mencionados. Elegimos La Plata que nos presentaba un sistema más beneficioso, en su mayor parte semipresencial, con concurrencia todos los sábados, semanas de práctica intensiva y los exámenes finales en sede central. Los sábados, se ingresaba a las ocho de la mañana y la jornada de estudio se prolongaba hasta las dieciocho horas, con un breve descanso para comer algo. 

Salir de Quilmes era casi una odisea que, por supuesto, no pensábamos dejar que ella pasara sola. Así, durante cuatro años la acompañé en el viaje, me quedé en el Instituto y luego regresábamos a casa hasta el sábado siguiente. Para viajar, tomábamos un colectivo hasta la estación de trenes a las cinco y media de la mañana, con tiempo suficiente, por si se suspendía algún tren o había alguna dificultad y debíamos elegir otro camino. Los fines de semana, a esa hora, salían de los numerosos boliches  los adolescentes que,  por lo general, se juntaban en la estación a revolearse con botellas y palos, debido a que pertenecían a grupos rivales y ninguno estaba sobrio. También se congregaban los carteristas, que aprovechaban el descuido para salir corriendo con el celular de un distraído y  a menudo portaban cuchillos que arrojaban al subir al tren, por si la seguridad los sorprendía. No era raro entrar a la estación esquivando los charcos de sangre de los enfrentamientos y todo empeoró cuando comenzó la transformación del ferrocarril en eléctrico. 

El cambio se hizo en forma paulatina y entonces se ponían a disposición micros que cumplían el trayecto La Plata, pero debido a la gran cantidad de personas, se tenía que esperar ocho o nueve micros para poder subir y siempre aplastados como sardinas. Al regreso era igual, hacíamos cola interminables bajo el sol candente o la lluvia helada, aun así, era la forma más directa de viajar, porque de otra manera se prolongaba en tiempo y mi hija llegaba descompuesta. Tres años estuvimos viajando en condiciones muy adversas, esperando el micro en distintas estaciones designadas, en oscuridad cerrada y en varias ocasiones el micro se quedaba a mitad de trayecto en lugares desiertos, dónde había que esperar que otro vehículo nos viniera a auxiliar. Extrañábamos mucho el antiguo trencito diesel que se quedaba sin luces o llovía adentro de los vagones cuando se desataba la tormenta. Por fortuna, al llegar al Instituto— a trece cuadras, que en esa ciudad son muy largas—, no era la única madre que acompañaba a su hija y me quedaba conversando con otras, en las instalaciones o en la plaza cercana. Llevaba libros y lanas y, de acuerdo a las ganas, leía o me dedicaba a tejer. También hice amistad con las compañeras de mi hija, la mayoría de las cuales ya eran docentes y ampliaban su campo con otra carrera. Las prácticas constaban de semanas seguidas concurriendo a bibliotecas y librerías, para su posterior análisis y presentación de informes. Allí la pasé tan bien, que me consultaban porqué no hacía la carrera. No, yo— como siempre—, acompañaba y de paso seguía aprendiendo. En el aula, ella era la protagonista.

Álbum de familia ¡Se va la segunda!Where stories live. Discover now