Capítulo 13: Dos adictos

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Para cuando habíamos terminado de almorzar ya no sabíamos con qué entretenernos. La cabaña no contaba con televisión, ni ordenador, y por supuesto ningún servicio telefónico o de Wifi. Estaba literalmente apartada de todos los aparatos electrónicos existentes. Exceptuando quizá el refrigerador.

—Mis padres decían que veníamos aquí para alejarnos del resto de mundo, no para distraernos con la tecnología —me explicaba Rex más tarde—. No lo veo del todo mal, aunque ahora me esté desesperando un poco.

Compartía totalmente su opinión. Estar tan incomunicada era… extraño.

—Rex, yo debo avisar al trabajo que faltaré durante unos días, y mi celular no tiene señal, ¿qué voy a hacer? —inquirí un poco histérica, sin poder evitarlo. Estos días tan agitados me estaban llevando a un límite.

—Alma, te angustias muy fácil, tranquila —acarició amablemente la parte de atrás de mi cabeza—. En el pueblo hay cabinas telefónicas, podemos ir y llamar desde allí.

Sonrió de esa manera tan… él, como nadie más podía hacerlo, tranquilizándome. Asentí de acuerdo.

Tenía que admitir que el lugar era precioso. Aunque me estaba muriendo de calor por la caminata y la ropa abrigada, eso no me impidió disfrutar igualmente de la vista. El bosque era pequeño, y no tenía mucha densidad, por lo que dejaba pasar la luz entre los árboles y su follaje, y creaba un ambiente perfecto. No era artista, pero inexplicablemente me entraron ganas de inmortalizar la escena en un cuadro. Esa era la sensación que producía el lugar.

Mas entrando a la ciudad, se podía apreciar a lo lejos leves montañas de diferentes colores, demasiado estridentes, lo cual me pareció extraño.

—Las montañas… ¿son reales? —le pregunté a Rex de camino.

—Tienen ese color porque están cubiertas de flores —me explicó, entendiendo al instante mi asombro—. Es hermoso, lo sé.

Seguimos nuestro camino bajando por una colina y llegando finalmente al pueblo. Era muy bello, como el resto del lugar. Negocios que no eran pretenciosos por todos lados, casas grandes y pintorescas llenas de flores en los jardines delanteros.

De repente caí en que ni Rex ni yo usábamos ningún tipo de vestimenta para proteger nuestra identidad. No es que me considerara tan famosa como él, pero después de que mi foto apareciera cuatro días seguidos en un programa de chismes estaba algo paranoica.

—¡Rex, nos reconocerán! —exclamé, preocupada, mirando al suelo de forma adrede.

—Lo sé.

Su tranquilidad al decirlo me sorprendió, y al mismo tiempo me asustó, ¿qué se traía entre manos?

Entonces, mientras caminábamos, una señora se quedó mirando fijamente a Rex, y en cuanto comenzó a acercarse a nosotros supe que era nuestro fin.

—¡No puedo creerlo! ¡Rex! —chilló la señora. Nos había descubierto—. ¡Rex Rosemberg!

Espera, ¿qué? ¿La mujer sabía el verdadero apellido de Rex?

—¡El hijo de Lidia y Brad! Pero mira cómo has crecido —prosiguió la mujer, y sin previo aviso estrechó a Rex en un fuerte y cálido abrazo con sus brazos rechonchos.

Para seguir con mi estupefacción, Rex correspondió el gesto de la misma manera, con una sonrisa deslumbrante. Los dos contrastaban de una manera bastante peculiar. Ella era baja y corpulenta, de alrededor de unos sesenta años, y con todos sus cabellos canos. Rex era alto y delgado, y llevaba su cabello marrón claro tan despeinado como siempre. De cualquier modo los dos compartían la alegría por verse notoriamente.

La redención de los adictos ©Where stories live. Discover now