Prólogo

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"Mi nombre es Alma y estoy cansada", eso fue lo que dije sin pensar cuando el instructor del grupo de apoyo contra las drogas me pidió que me presente, pese a que él, y todos los demás presentes, ya me conocían del pasado año que llevaba asistiendo a aquellos encuentros.

—¿De qué estas cansada, Alma? —preguntó Henry, el instructor, con voz suave. Era un hombre de mediana edad que me parecía sumamente irritante, aunque muy a mi pesar, sabía que en el fondo era bondadoso y amable, una buena persona.

—De vivir —contesté simplemente, mi voz monótona.

En la sala se instaló un silencio mientras Henry reflexionaba sobre lo que acababa de decir.

—Aunque no es como si quisiera suicidarme, o algo por el estilo —agregué apresuradamente—. No tendría el valor para hacer algo así. Es sólo que la vida dejó de tener un atractivo para mí.

Y era la verdad, la vida se había vuelto aburrida. Hacía las cosas de manera sistemática: Me levantaba, me bañaba, desayunaba y cepillaba mis dientes, para luego a las ocho en punto de la mañana partir al trabajo, del que saldría a las cinco de la tarde. Llegaría a mi casa, recibiría una llamada de mi madre, que me contaría todas las novedades de su club de costura, y por último miraría algo malo en la tele, cenaría y me dormiría, a las diez y media PM.

Era una vida llena de emociones, lo sé.

—¿Y a qué se debe esto, Alma? —me molestaba como Henry decía mi nombre de manera pausada luego de cada pregunta. Me crispaba a un nivel desorbitante.

—Mi vida se ha vuelto una rutina... y a veces solo extraño otras épocas.

El instructor abrió mucho los ojos. Sabía que los dos estábamos pensando en mis tiempos de andadas por la calles a altas horas de la noche asistiendo a fiestas, consumiendo drogas, bebiendo alcohol, concurriendo a conciertos de rock y clubes, teniendo amantes de una noche y resacas del otro día.

—Sabes muy bien que esos tiempos arruinaron tu vida —y eso, señores, era lo que más me molestaba de Henry, la manera tan directa que tenía para hablar de temas difíciles para mí frente a otros veinte extraños, mientras me miraba directo a los ojos. Me hacía sentir como un animalito del bosque acorralado, con su cazador en frente.

En ese preciso punto solía terminar nuestra conversación. Henry me concedía unos momentos por si quería agregar algo más, yo me negaba a perturbar mi silencio impertérrito, y finalmente él pasaba a hablar con la persona a mi lado, olvidándose de mí por el resto de la reunión.

Más tarde, cuando el encuentro parecía estar llegando a su fin, y todos estábamos recogiendo nuestros abrigos del respaldo de nuestras sillas, Henry añadió:

—Quiero que para la semana que viene todos busquen un pasatiempo que hacer, no hace falta empezarlo, solo quiero que formen la idea. Y antes de que lo preguntes, Chris, con pasatiempo no me refiero a mirar series, salir con amigos a algún bar o drogarse —interrumpió a un yonki que llevaba dos semanas asistiendo al grupo.

De seguro se preguntarán por qué, a pesar de llevar un año y medio limpia, seguía concurriendo a esas reuniones si las detestaba tanto. La respuesta era sencilla: Mi madre.

No es que ella me obligara a ir, pero sabía que la aterraba la idea de que yo ya no asistiera más, y que otra vez me sumergiera en el mundo de la metanfetamina, marihuana o LSD. Yo tenía la convicción de que no lo volvería a hacer, y no sabía cómo convencerla de eso, de lograr que tuviera fe en mí, así que la única forma de mantenerla a raya era seguir asistiendo esas reuniones. De alguna manera eso le dejaba dormir en paz por las noches.

La otra razón era que, en el fondo, sabía que me hacían bien. No soportaba la idea de volver a caer en la tentación y que Henry me mirara hasta el centro de mi alma, con esa mirada acusatoria, y sobre todo, sumamente decepcionada.





Cuando llegué a mi apartamento aún eran solo las tres de la tarde. Suspirando me di cuenta de que todavía me quedaba un día largo y tedioso por delante. Hacía mucho tiempo que los sábados habían dejado de ser divertidos para mí.

Luego de tirar mi bolso de un golpe seco en el suelo, me acerqué a la encimera, donde estaba mi contestador, y revisé mis mensajes.

—¡Hola, mi amor, hola! —sonó la voz de mi madre en el primer correo de voz—, llamaba para ver como estabas, y para decirte que hay un nueva película de Leonardo DiCaprio en cine, y pensé que podríamos ir juntas... si tú quieres, claro... Bueno... luego me dirás que decides.

Un pitido. Segundo mensaje.

—Hola camarada —era mi mejor amiga Drew—. Sé que a ti ya no te van los conciertos y eso, pero mi banda favorita está en la ciudad, y no tengo a nadie que me acompañe a ir a verlos... ¡Prometo que si vas no tomaremos un gota de alcohol! Nos limitaremos a estar paradas ahí con una botella de agua, empujando a los que nos impidan ver —eso último me hizo reír—. Por favor contéstame lo antes posible con tu respuesta.

Un concierto. Hacía tanto que no asistía a uno. Lo cierto es que antes yo era muy aficionada a ellos, me encantaba sentir palpitar todo mi cuerpo al son de la música de los altavoces y la emoción creciente que se formaba en mi pecho cuando la banda tocaba los primeros acordes. Ver a tu banda favorita tocando tu canción favorita justo frente a tus narices no tenía precio... Aunque claro que yo ya no poseía canción favorita, ni banda favorita, y ni siquiera escuchaba música.

Pensé en lo aburrido que había sido todo últimamente, en lo tristes y monótonos días que vivía continuamente, y recordando la emoción de los conciertos, en un ataque impulsivo decidí devolverle la llamada Drew

—Hola, Drew. Me apunto.

Mientras hablaba con mi amiga, me imaginé la mirada decepcionada en los ojos de mi instructor Henry.

La redención de los adictos ©Where stories live. Discover now