Capítulo 4: Paseo

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—¡Espera! —grité mientras rápidamente cubría mi cuerpo con mi campera marrón oscuro, tomaba algo de dinero y lo seguía.

No me había visto al espejo todavía, pero después de pasar una noche entera durmiendo en una silla, y con la ropa puesta, no debería estar muy presentable, pero Rex no me dio la oportunidad de mejorar mi aspecto con su precipitada partida. Oh Dios, desearía por lo menos haberme lavado los dientes.

Apenas salimos del edificio, Rex sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo trasero de su pantalón y un encendedor desde el saquillo de su chaqueta de cuero. Lentamente posó el cigarrillo en su boca y lo encendió, para luego darle una honda calada y expulsar todo el humo en mi rostro.

—¡Me asfixias! —me quejé mientras tosía exageradamente, y apartaba con las manos el humo.

—Que dramática eres —me contestó despreocupado, y volvió expulsar humo de su boca, dejándolo esparcirse en el aire a nuestro alrededor.

Las calles de Nueva York solían estar tranquilas un domingo por la mañana, aunque siempre mantenían ese rastro de actividad, como si la ciudad en realidad nunca descansara, lo cual era cierto.

Llegamos a una pequeña tienda que estaba a unas manzanas de mi edificio. Era un lugar pintoresco y reducido lleno de macetas de flores en el frente, que proveía a la gente solo de los víveres indispensables, por lo que no era el lugar indicado para ir a comprar productos demasiado exóticos. Tampoco se encontraba en una calle muy concurrida. Lo tenías que buscar adrede para encontrarlo.

A pesar de eso, era mi tienda de víveres predilecta ya que me había hecho gran amiga de la dueña, la señora Ming, una mujer asiática de unos setenta años, baja, y con el pelo ya encanecido, pero que aún seguía conservando toda la jovialidad en su personalidad y en su forma de hablar. Realmente parecía un alma joven encerrada en un cuerpo anciano.

Obligué a Rex a descartar su cigarrillo, y entramos.

—¡Señora Ming! —la saludé cuando cruzamos el umbral de la tienda, y la campana que había sobre la puerta soltó un agudo "¡Ding!".

—¡Almita! Pasa, qué bueno verte —exclamó mientras me daba un beso en ambas mejillas y se colocaba bien los anteojos—. Veo que vienes con visita...

La señora Ming miró a Rex y una sonrisa demasiado perversa para una abuelita se formó en su rostro.

—Es un gusto, señora —le estrechó la mano Rex, haciendo uso de una amabilidad y una galantería que desconocía en él.

—¡Es muy atractivo! Te sacaste el premio gordo —me dijo la mujer más tarde, de forma cómplice en el oído, mientras ambas observábamos como Rex inspeccionaba con recelo una pila de comida enlatada, frunciendo el ceño.

—¡No claro que no! —Me aleje de ella indignada—, solo es... un amigo, es más, ni siquiera eso. Es solo un conocido.

—Claro, ya —soltó unas risitas como si yo le hubiera contado un chiste muy gracioso—. Mantenme informada sobre tu conocido, cielo. Es la cosa más interesante que ha cruzado por esa puerta desde hace días.

Me acerqué a Rex, y juntos empezamos a reponer los víveres que faltaban en mi hogar mientras caminábamos entre las góndolas. Fue más incómodo de lo previsto adquirir crema depilatoria en su presencia.

El baterista insistió en comprar una bolsa de frituras tamaño extra grande, a pesar de todas mis quejas, argumentando que él no podía vivir en un lugar que no tuviera una de esas. Encima que lo dejaba quedarse en mi casa el niño venía con condiciones.

Cuando salíamos de la tienda, le eché una última mirada a la señora Ming por encima de mi hombro, quien levanto sus dos pulgares y me guiño un ojo. Yo suspiré. Por suerte Rex no la notó.

La redención de los adictos ©Where stories live. Discover now