Capítulo 11: Pensamientos

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No les voy a mentir: tengo que confesar que pienso en la muerte con demasiada frecuencia

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No les voy a mentir: tengo que confesar que pienso en la muerte con demasiada frecuencia. No puedo evitarlo.

Me siento en mi sillón favorito, con Clover en mi regazo, partiéndome la cabeza con la idea fija de lo que significa dejar de existir. Con mi mano posada en su lomo, observo cómo sus costillas suben y bajan acompañando su respiración serena.

Ella está viva.

Es una colección de células que se juntaron para formar tejidos, y estos se unieron para formar órganos y luego sistemas más complejos.

Clover levanta su cabeza y me observa como si supiera que su dueña es una intensa cuando quiere.

—Eres un patrón intrincado de pulsaciones y latidos, bebé peluda de mamá —le digo, riendo luego, porque sus ojos no paran de seguir cada uno de mis movimientos al hablarle.

«La amo tanto...»

¿Cómo puede ser que estemos aquí en un momento y luego ya no? ¿Qué sentido tiene existir, si luego vamos a convertirnos en polvo? ¿Para qué molestarse en vivir, si luego la muerte va a llegar, y te va a robar todas esas pequeñas cosas (que son inmensas en realidad) que le daban sentido?

Cuando era niña, y aún vivía en Coeur D'Alene, escuché a mi madre charlando con sus amigas sobre cómo los ojos de las personas tenían luz propia. Me pareció una reverenda payasada. Un imposible. Ni que tuviéramos bombillas metidas detrás de nuestras cuencas oculares.

Pero una tarde, mientras iba caminando a casa de una amiga a jugar a la escondida, entendí lo equivocada que había estado todo ese tiempo: en la mitad de la calle, había un gato muerto.

Detuve mis pasos, temerosa de acercarme, pero la morbosidad me ganó: no era cualquier gato callejero. Era Félix, el gato de mi vecino. Jugaba todo el tiempo con él, sobre todo temprano a la mañana cuando el muy sinvergüenza se colaba por mi ventana. Me encantaba molestarlo porque la cola se le ponía esponjosa, y cuando lo mimaba ronroneaba sin parar. Sus ojos eran casi fluorescentes, siempre curiosos y traviesos. Sin embargo, ahora los tenía vidriosos, casi desprovistos de color.

Y así, parada frente a su cadáver, eso que mi madre conversaba con sus amigas (un domingo cualquiera con tazas de té mediante) sobre cómo "la luz se iba de los ojos" tuvo sentido. Con angustiante claridad, entendí que tenía que ver con la muerte.

Aún recuerdo cómo me di la vuelta, y salí disparada rumbo a mi casa. Subí los escalones de dos en dos, y salté a los brazos de mi padre con lágrimas quemándome en los ojos. Él me contuvo, me explicó que la vida era un milagro molecular, tan efímera como extraordinaria.

Anidada en su abrazo me sentí a salvo, segura que él nunca me abandonaría: la luz de sus ojos brillaba con demasiada intensidad.

Luego de un rato, papá llamó al vecino, y lo ayudó a prepararle el funeral al pobre Félix. Me sentí toda una adulta al despedirme de mi amigo peludo. En ese momento fui invencible: con mi mano tibia entre los dedos de mi padre.

OlvídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora