Capítulo 21: Mensajes inesperados

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La tarde es ominosa y azul

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La tarde es ominosa y azul. Estoy sentada en el porche esperando a que se terminen de cargar algunas aplicaciones en mi nuevo celular. El sol también me visita.

—¡Feliz cumpleaños, Alba —me susurra—. Aquí tienes algo de calor para secar tus pensamientos llorosos.

Tomo un montón más de selfies, todas conversadoras.

Clic.

—Hemos estado buscando comida durante veinte minutos —dicen las ardillas que corretean en el roble. Son muy graciosas con sus manos diminutas y miradas curiosas.

Me distrae el gato negro del vecino, se ha subido al muro de mi casa y no deja de mirar hacia la calle.

Clic.

—¡La amo, la amo, la amo! ¿Será mía algún día? —suspira el felino.

Ya sé que es imposible, ya sé que las fotos no hablan, ni susurran, ni nada... Pero así me sucede.

Tengo un roble metiche que me pregunta cómo me siento. ¡Qué locura! ¿Verdad? Por supuesto, pero no me preocupo: con mis dedos entrelazados alrededor de mi regalo, le contesto que estoy feliz-triste-loca, y quizás cualquier otro sentimiento en el universo. Esa soy yo en pocas palabras: una lunática, sin remedio.

Suspiro profundamente, cierro los ojos, y me sumerjo en la calidez de los rayos del sol.

Entonces sucede: un zumbido en mi celular. Un nuevo sonido, una extraña sensación atada a una nueva notificación.

Mi corazón se salta un latido ni bien mi vista se enfoca en la pantalla:

River Allen Torres quiere ser tu amigo en Facebook.

¿Q-qué demonios está sucediendo? Ha pasado una semana desde que le envíe ese mensaje tan patético. ¡No me juzguen! Estaba en medio de un ataque de insania y exceso de azúcar de todo el chocolate que habíamos comido con Stormy.

Sí. Listo. Culpo al chocolate por todas mis malas decisiones. Incluido el haberlo stalkeado como una demente, y haber terminado mandándole semejante mensaje cual adolescente histérica y arrebatada.

Yo pensaba que nada iba a suceder, luego de siete días, ciento setenta y siete horas sin novedades... No es que lleve la cuenta. Okay, sí lo hice.

Debo de haber jadeado en voz alta, porque una oruga de la rama más cercana retuerce su cuerpo tubular, y sacude su cabeza, girándola en mi dirección.

—¿Estás bien, querida? —me pregunta con la preocupación ondulando sus antenas. Es bien sabido que ellas no tienen buena vista (lo aprendí en Biología, algo sobre que tienen una serie de seis ojos diminutos a cada lado de sus cabecitas, y no les sirven de mucho), así que le puedo mentir sin miramientos. Doña Oruga también opina que he olvidado cómo respirar. Dice que me voy a marear si sigo hiperventilando.

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