Capítulo 48: Pesadilla recurrente

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Pasan los días, que se tornan en semanas y nada cambia. Intento ser fuerte delante de ella, darle pequeños vestigios de nuestros recuerdos, rezando para que vuelva a mí.

Todo es inútil, y lo peor es que la confundo entristeciéndola. No quiero eso, Alba ya ha sufrido demasiado, está lidiando con lo suficiente.

Luego de mis visitas, el agujero en mi pecho es tan inmenso que necesito estar solo. Me he escondido mucho en el bosque, junto al lago, preguntándome de qué están hechos los recuerdos.

Mi favorito fue el momento en que la besé por primera vez. Sin embargo, no es solo un recuerdo.

Mientras lo reconstruía una y otra vez en un bucle desesperado, me doy cuenta de que enredado en mi memoria de ese momento, también está el olor a coco y miel de su cabello castaño rojizo, o la forma en que sus ojos almendrados tenían un borde iridiscente. Cómo su cuerpo hizo vibrar al mío, en el segundo en que mis labios se estrellaron contra los suyos: como si estuviéramos destinados a estar juntos para siempre.

Fui consciente de las innumerables terminaciones nerviosas en mi piel, todas conectadas a sus sonrisas, o a un mechón suelto de su melena rebelde.

La capacidad de mi cerebro para recopilar, conectar, y crear mosaicos a partir de estas impresiones de milisegundos, es la base de cada memoria que atesoro. Por extensión, es la base de mí.

Y no se confundan, que esto no es solo poética metafísica. No. Cada experiencia sensorial que he vivido a su lado, ha provocado cambios en las moléculas de mis neuronas, remodelado la forma que se conectan entre sí.

Eso significa que mi cerebro está literalmente hecho de recuerdos de ella...

Y si ya piensan que me volví loco, tienen razón. He pasado horas enteras buscando información, lo que sea para mantener la fe. Pero duele, y mucho.

¿Por qué su cerebro no puede recordarnos?

¿Es que acaso fui tan insignificante en su vida? ¿No fuimos suficiente el uno para el otro? ¿Por qué desaparecí de su vida como si nunca hubiera sido parte de ella?

Pensé que podría ganar esta pelea, soportar con estoicismo este infierno, pero han pasado semanas, y mi salud finalmente se ha derrumbado.

La falta de medicamentos ha aumentado mis temblores, y para empeorar las cosas, ayer me desmayé en mi casa.

Mi abuela me encontró tirado junto al fregadero de la cocina. Todo lo que sé es que quería beber un poco de agua. Había tenido la misma pesadilla recurrente desde el día de su accidente: Alba en el bosque, dentro del lago, y yo llegando demasiado tarde para rescatarla.

Pero esta vez fue peor, Alba se ahoga y yo observo con horror cómo los paramédicos sacan su cuerpo del agua: una figura azul e hinchada.

Me desperté cubierto de sudor, y con dolor de garganta, ya que había gritado dormido. Caminé hacia la cocina, y antes de darme cuenta, todo se volvió borroso.

Cuando volví a estar consciente, estaba de vuelta en mi cama, con mis padres observándome, la preocupación grabada en sus rasgos.

—Ya es suficiente, River —dijo mamá, su cuerpo entero temblando.

—Estoy bien —Intenté explicarles, pero no quisieron oírlo.

—Eso no es cierto. Pero lo estarás, hijo. Esto no te ayuda ni a ti, ni a ella, ni a nadie.

Mi padre tenía razón. No quedaba nada por hacer. Mi corazón finalmente se había debilitado demasiado, ya no soportaba un golpe más.

Tic. Tac. Nuestro tiempo se había acabado.

Necesitaba dejar de intentar traerla de regreso. De todos modos, hasta de esta forma, Alba hacía lo que quería. Mi nenita rebelde volvía cuando le apetecía: en sueños, paseos en bicicleta y déjà vus.

Hace una semana, por ejemplo, mientras conducía mi moto al instituto, pase la rotonda hacia el parque, y el corazón me dio un vuelco. Detuve la marcha y la vi: una chica con el pelo largo y enmarañado, parada frente a la fuente, riendo porque las gotas provenientes del arco y flecha del querubín mojaban su rostro.

Podría haber jurado, por un segundo, por un momento sin aire, que era ella. Pero entonces, se dio la vuelta y me miró extrañada.

Con el dolor atravesándome entero, caí en la cuenta que no conocía ni su rostro, ni su risa.

Aún me despierto pasada la medianoche, seguro de que me ha mandado un mensaje de texto, pidiéndome que vaya y me trepe por el roble a su habitación.

La extraño tanto que nada me vale la pena...

Quiero golpear cosas y gritar de frustración, no puedo invocarla. No importa cuántas veces mire las miles de selfies que nos tome (testigos irreprochables de nuestras aventuras), rezando para que un día se despierte y pregunte por mí.

Tic. Tac. Es hora de dejar de intentar traerla de regreso.

Y ya decidí la forma de hacerlo. Cuando mi madre me mencionó una clínica en Suiza, con un tratamiento experimental para mi afección cardiaca, dije que sí.

Tic. Tac. Lo dejaré todo atrás.

Quizás si yo mejoro, ella también lo hará. Enfrentaremos nuestros demonios a la distancia.

Voy al hospital y me despido de esos ojos verdes que tanto me enamoran...

Salgo de allí dejando toda mi alma detrás, escondida entre los pliegues de unas impersonales sábanas blancas, y la curva de su tímida sonrisa.

Me abro camino entre la gente, sin ver, sin sentir, y una vez en mi cuarto, luego de cerrar la puerta tras de mí, me permito llorarla por última vez.

Hora de preparar las valijas para este capítulo macabro, que luché tanto por evitar vivir.  






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N/A

Y es así como volvemos al Prólogo, ¿lo recuerdan?

Sigamos leyendo, ¿si?


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