Capítulo 30: La inquisición

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El motor rugiendo afuera delata su llegada. Con el corazón en la boca, abro apenas las cortinas, espiando por la ventana de la escalera que da a la entrada principal.

Ahí está...

River, con su motocicleta negra mate.

River, bajando de ella con esa elegancia tan suya que se lleva todos mis suspiros.

River, con su jean gastado, roto en las rodillas, y sus botas de combate negras.

Se ve condenadamente sexi. ¿Cómo puede ser que cada vez que lo veo esté aún más bueno? Dios, a este ritmo me va a dar algo. ¡Diosa de la virginidad, no permitas que me muera sin ser suya!

Con un movimiento rápido, se quita el casco para revelar sus rulos despeinados. El viento los hace flotar en todas direcciones, y estoy segura de que hasta las nubes suspiran su nombre: de ahí la brisa vespertina.

Camina con confianza por el sendero de piedra que conduce a la puerta. Maldita sea, hasta su caminar casual es sensual.

También lleva una chaqueta de cuero negra que acentúa su ancha espalda. Puedo escuchar una docena de mis neuronas implosionar después de verlo en esa cosa.

Las células cerebrales no se reproducen ¿sabían eso? Gracias, nenito acuoso, por hacerme más tonta de lo que ya soy.

Suena el timbre y Clover ladra a mi lado.

—Tranquila, linda. River nos cae muy bien, ¿okay? —le digo, acariciando su lomo. Ella ladea su cabeza prestando atención, y comienza a mover la cola.

Mamá abre la puerta y lo deja entrar. Ya le expliqué que un "amigo" del instituto vendría a recogerme. Debo admitir que ese fue el compendio de palabras más bizarras e incómodas que jamás le he dicho a mi madre.

Ella no se resistió, ni se mostró enojada o sospechosa, lo cual me sorprendió bastante. Entonces caí en la cuenta del porqué: el muchacho parado frente a ella es una prueba viviente de que su hija aún puede hacer amigos.

«¿Ves, mamá? No estoy tan rota después de todo».

La observo con el rabillo del ojo, y el alivio en su rostro es tan obvio que lo encuentro algo insultante. Me clavo las uñas profundamente en las palmas de mis manos hasta que el dolor hace que sea imposible concentrarme en otra cosa. No tengo ganas de dejar que mi torbellino me arrebate esta cita con River.

Él se ve tranquilo y cómodo saludando a mi madre con soltura. ¿Yo? Soy un manojo de nervios, queriendo disolverme en los tablones de madera desiguales de la sala de estar. Podría huir y cambiar mi identidad y así nadie se enteraría de lo patética que me vuelvo teniéndolo enfrente.

«Ja. Sabes muy bien que nunca te perderías esta oportunidad de subirte a su moto y dejarlo que te lleve a donde él quiera. Nunca de los jamases».

OlvídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora