Capítulo 17

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Después de lo ocurrido con Francisco no dejé de pensar en mis suegros

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Después de lo ocurrido con Francisco no dejé de pensar en mis suegros. Recordé todas las veces que fueron a verme preocupados y ni siquiera les abrí la puerta. Me negué a toda ayuda, a recibirlos, a responder llamadas, a reconocerlos. Para ellos también era un momento doloroso, habían perdido a su hijo, y aun así no dejaron de tenerme presente. De repente me daba cuenta de lo que había hecho, de mi egoísmo, de mi crueldad al creer que yo era el único que sufría. O al menos, el que más sufría.

Y la presencia de Francisco en mi vida dejaba en ridículo todo ese acto caprichoso. Matías no estaba y yo me acostaba con otro hombre. ¿De qué sufrimiento incomprensible podía presumir?

Ese sábado, mientras observaba al jardinero regar, algo se apoderó de mí. Me puse ropa nueva para no verme tan, como había dicho Francisco, trágico y salí de mi casa en dirección al vivero. Caminé despacio pero sentí que llegué muy rápido al lugar sin tiempo de pensar qué diría o cómo actuaría. Me quedé parado delante de la entrada titubeando, ese lugar representaba la vida de Matías. Allí creció mientras sus padres trabajaban y, en cuanto pudo, empezó a trabajar con ellos. Me desbordó la angustia, era más triste que estar frente a su tumba. Intenté desde la entrada corroborar quienes estaban y si estaban ocupados. Había una gran cantidad de macetas, en el suelo y en mesas, entre ellas se formaban pequeños caminos que llevaban al mostrador en el fondo. Allí atrás se encontraba una puerta a otro espacio abierto con árboles y palmeras, que a su vez se conectaba con la casa de la familia. Una casa pequeña que sacrificó su espacio y terreno para ayudar a crecer al vivero. Caminé lentamente por uno de los pasillos que formaban las plantas, nervioso por el inminente encuentro, por la recepción que tendría después de haberme negado por tanto tiempo regresar a ese lugar. Adriana, mi suegra, desde el mostrador fue la primera en verme.

Algo murmuró que no se entendió mientras se apuraba en acercarse. Me dio una gran impresión verla muy envejecida, como si hubieran pasado años, pero podía ser una ilusión por el distanciamiento. Me abrazó con fuerza y sin dudarlo.

—Hasta que viniste —dijo en voz baja.

El abrazo me afectó, un nudo se me formó en la garganta y sentí un gran dolor en el pecho. Extendió el abrazo por un largo rato y eso ayudó a que me calmara un poco. Al separarse de mí vi sus ojos húmedos pero actuó como si no estuviera a punto de ponerse a llorar.

—Estás pálido. —Estaba aterrado—. ¿Desayunaste?

Estuve a punto de mentirle pero eso iba en contra del motivo que me llevaba a ese lugar.

—No.

Me tomó de la mano y me arrastró hasta detrás del mostrador donde se encontraba una pequeña mesa multiuso que hacía de oficina y comedor. Incontables veces había ocupado esa mesa acompañando a Matías cuando le tocaba trabajar los fines de semana. Cuando me senté, ella se sentó a mi lado sin soltar mi mano.

—Sabía que ibas a venir. Que nunca se te olvide que esta también es tu casa.

Asentí silencioso, estaba abrumado y un poco incómodo, temía que hablara de las cosas que yo no quería hablar. No se me ocurrió que la visita al vivero me conmocionaría de esa forma. Volvió a abrazarme, pero en esa ocasión fue más breve.

Oculto en SaturnoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora