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𝐴𝑛𝑛𝑎𝑏𝑒𝑡𝒉

Estaba tan absorta en sus pensamientos que podría haber estado paseando por el parque eternamente, pero Piper la agarró del brazo.

—Allí.

Señaló al otro lado del puerto. A unos cien metros de la costa, una reluciente figura blanca flotaba sobre el agua. Al principio, Annabeth pensó que podía ser una boya o un pequeño bote que reflejaba la luz del sol, pero sin duda brillaba, y se movía con más suavidad que un bote, trazando una línea recta hacia ellas.

Conforme se acercaba, Annabeth vio que era la figura de una mujer.

—El fantasma —dijo.

—No es un fantasma —repuso Hazel—. Ningún espíritu brilla tanto.

Annabeth decidió creerla. No se imaginaba en el lugar de Hazel, muriendo a una edad muy temprana y volviendo del inframundo, sabiendo más acerca de los muertos que de los vivos.
Como sumida en un trance, Piper cruzó la calle hacia el borde del malecón y evitó por los pelos un carruaje tirado por caballos.

—¡Piper! —gritó Annabeth.

—Será mejor que la sigamos —dijo Hazel.

Cuando Annabeth y Hazel la alcanzaron, la aparición fantasmal estaba solo a unos metros de distancia. Piper la miró con furia, como si la imagen la ofendiera.

—Es ella —murmuró.

Annabeth miró al fantasma con los ojos entornados, pero el resplandor que emitía era demasiado intenso para distinguir detalles. Entonces la aparición ascendió flotando por el malecón y se detuvo delante de ellas. El brillo se apagó.

Annabeth se quedó boquiabierta. La mujer era de una belleza impresionante y extrañamente familiar. Su rostro resultaba difícil de describir. Sus facciones parecían variar de las de una estrella de cine glamurosa a otra. Sus ojos centelleaban con aire juguetón; a veces de color verde, otras de azul, otras de ámbar y otros con ligeros tonos rosados, cosa que también la hacían sentir familiar. Su cabello pasó de melena rubia larga y lisa a unos rizos de color chocolate oscuro.

Annabeth sintió envidia en el acto. Siempre había deseado tener el pelo oscuro. Sentía que nadie la tomaba en serio porque era rubia. Tenía que esforzarse el doble para que reconocieran su labor como estratega, como arquitecta, como monitora jefe: cualquier cosa que tuviera que ver con la inteligencia.

La mujer iba vestida como una reina de la belleza sureña, como Jason la había descrito. Su vestido tenía un corpiño escotado de seda rosa y un miriñaque con tres niveles y encaje festoneado blanco. Lucía unos largos guantes de seda blancos y sostenía contra el pecho un abanico rosa y blanco con plumas.
Todo en ella parecía pensado para que Annabeth se sintiera como una inepta:
la elegancia natural con la que llevaba el vestido, el perfecto y a la vez discreto maquillaje, la forma en que irradiaba un encanto femenino al que ningún hombre podía resistirse.

Annabeth se dio cuenta de que su envidia era irracional. La mujer la estaba haciendo sentirse de esa forma. Ya había vivido esa experiencia antes. Reconoció a la mujer, aunque su rostro cambiaba por momentos, volviéndose más y más hermosa.

—Afrodita —dijo.

—¿Venus? —preguntó Hazel, asombrada.

—Mamá —dijo Piper sin entusiasmo.

—¡Chicas!

La diosa extendió los brazos como si quisiera hacer un abrazo de grupo.
Las tres semidiosas no la complacieron. Hazel retrocedió contra un palmito.

—Me alegro mucho de que hayáis venido —dijo Afrodita—. Se avecina la guerra. Es inevitable que haya sangre. Solo se puede hacer una cosa.

—Ejem… ¿y cuál es? —se aventuró a preguntar Annabeth.

—Tomar el té y charlar, obviamente. ¡Venid conmigo!

Afrodita sabía preparar el té.
Las llevó al pabellón central del parque: un cenador con columnas blancas donde había una mesa puesta con cubiertos, tazas de porcelana y, por supuesto, una tetera humeante cuya fragancia variaba con la misma facilidad que la apariencia de Afrodita: a veces olía a canela, otras a jazmín y otras a menta.
Había platos con bollos, galletas y magdalenas, mantequilla fresca y mermelada; Annabeth suponía que todo debía engordar una barbaridad, a menos, claro está, que fueras la inmortal diosa del amor.

Afrodita se sentó —o dio audiencia, más bien— en una silla de mimbre.
Vertió el té y sirvió pasteles sin mancharse la ropa, manteniendo una postura perfecta en todo momento y luciendo una sonrisa deslumbrante.
Cuanto más rato pasaban sentadas, más la odiaba Annabeth.

—Mis adorables chicas —dijo la diosa—. ¡Adoro Charleston! A cuántas bodas he asistido en este cenador… Se me saltan las lágrimas. Y los elegantes bailes de los días del viejo Sur. Ah, eran preciosos. Muchas de estas mansiones todavía tienen estatuas mías en sus jardines, aunque me llamaban Venus.

—¿Cuál de las dos sois ahora? —preguntó Annabeth—. ¿Venus o Afrodita?

La diosa bebió un sorbo de té. Sus ojos brillaban con picardía.

—Annabeth Chase, te has convertido en una preciosa jovencita. Pero deberías hacer algo con tu pelo. Y tú, Hazel Levesque, esa ropa…

—¿Mi ropa?

Hazel miró sus tejanos arrugados, no tanto cohibida como desconcertada, como si no se imaginara qué les pasaba.

—¡Madre! —dijo Piper—. Me estás avergonzando.

—Pues no veo por qué —contestó la diosa—. Porque tú no aprecies mis consejos sobre moda, Piper, no significa que las otras tengan que hacer lo mismo. Podría hacerles a Annabeth y a Hazel un lavado de cara rápido. Tal vez unos vestidos de baile de seda como el mío…

—¡Madre!

—Está bien —dijo Afrodita suspirando—. En respuesta a tu pregunta, Annabeth, soy Afrodita y Venus. A diferencia de mis compañeros del Olimpo, yo apenas cambié de una época a otra. ¡De hecho, me gusta pensar que no he envejecido nada! —sus dedos se movieron alrededor de su cara de forma elogiosa—. Después de todo, el amor es el amor, seas griego o romano. Esta guerra civil no me afectará tanto como las otras.

Maravilloso, pensó Annabeth. Su propia madre, la diosa más sensata del Olimpo, había acabado convertida en una cabeza de chorlito cruel en una estación de metro. Y de todos los dioses que podían ayudarlos, los únicos a los que no les afectaba el cisma entre griegos y romanos parecían ser Afrodita, Némesis y Dioniso. Amor, venganza, vino. Muy útiles.

Hazel mordisqueó una galleta de azúcar.

—Todavía no estamos en guerra, mi señora.

—Oh, querida Hazel —Afrodita plegó su abanico—. Eres muy optimista, pero te esperan días descorazonadores. Por supuesto que se avecina la guerra. El amor y la guerra van siempre juntos. ¡Son las cimas de la emoción humana!
Bien y mal, belleza y fealdad.

Sonrió a Annabeth como si supiera lo que la chica había estado pensando sobre el viejo Sur.

Hazel dejó su galleta. Tenía unas cuantas migas en la barbilla, y a Annabeth le gustó que no fuera consciente de ello o que le diera igual.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora