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Había tres fosos uno al lado del otro, como los agujeros de una flauta dulce. Eran totalmente redondos, con un diámetro de sesenta centímetros, adoquinados con piedra caliza alrededor del borde, y descendían todo recto a la oscuridad. Cada pocos segundos, aparentemente al azar, uno de los tres fosos lanzaba una columna de fuego al cielo. Cada vez que eso ocurría, el color y la intensidad de las llamas eran distintos.

—Antes no han hecho eso —Annabeth rodeó los fosos describiendo un amplio arco. Todavía temblaba y estaba pálida, pero era evidente que su mente ya estaba concentrada en el problema que las ocupaba—. No parece que sigan ninguna pauta. El tiempo, el color, la altura del fuego… No lo entiendo.

—¿Los hemos activado de alguna forma? —se preguntó Règine—. A lo mejor la ola de calor que notaste en la colina… Bueno, que las dos notamos.

Parecía que Annabeth no la hubiese oído.

—Debe de haber algún tipo de mecanismo…, una placa de presión, una alarma de proximidad.

Unas llamas salieron disparadas del foso central. Annabeth las contó en silencio. La siguiente vez, un géiser estalló en el de la izquierda. Frunció el entrecejo.

—No puede ser. Es irregular. Tiene que seguir alguna lógica.

A Règine le empezaron a resonar los oídos. Había algo en esos fosos… Cada vez que uno se encendía, una horrible emoción la invadía: miedo, pánico, pero también un intenso deseo de acercarse a las llamas.

—No es racional —dijo—. Es emocional, Annabeth.

—¿Cómo pueden ser emocionales unos fosos con fuego?

Règine sostuvo la mano sobre el foso de la derecha. Enseguida, las llamas subieron. Apenas le dio tiempo a retirar los dedos. Las uñas le echaban humo.

—¡Règine! —Annabeth se acercó corriendo—. ¿En qué estabas pensando?

—No estaba pensando. Estaba sintiendo. Lo que buscamos está ahí abajo.
Estos fosos son la entrada. Tendré que saltar.

—¿Estás loca? Aunque no te quedes atascada en el tubo, no tienes ni idea de lo profundo que es.

—Tienes razón.

—¡Te quemarás viva!

—Es posible —Règine se recogió el cabello en una coleta alta —. Te avisaré si no hay peligro. Espera a que te diga algo.

—Ni se te ocurra —le advirtió Annabeth —. Si te pasa algo, Percy me odiará de por vida y eso es lo de menos porque puede que me entregue a los tiburones sin remordimiento.

Règine la ignoró y saltó.

Por un momento permaneció ingrávida en la oscuridad; los lados del caliente foso de piedra le quemaban los brazos. Entonces el espacio se abrió a su alrededor. Instintivamente, se acurrucó y se hizo un ovillo, y absorbió la mayor parte del impacto al caer al suelo de piedra.

Las llamas salieron disparadas delante de ella y le quemaron las pestañas, pero Règine transformó su espejo en el arco y disparó hacia el otro lado. Escuchó como se incrustó en algo, camino con pasos lentos hacia allá y se sorprendió al ver que terminó en la cabeza de un dragón, específicamente entre sus llamativos ojos.

Tres estatuas de dragón hechas de bronce se alzaban en fila, alineadas con los agujeros del techo. Règine le había dejado un lindo flechazo al del medio. Los dos dragones intactos medían casi un metro de altura, con los hocicos apuntando hacia arriba y las humeantes bocas abiertas. Estaba claro que eran el origen de las llamas, pero no parecía que fuesen autómatas. No se movieron ni trataron de atacarla. Règine mató tranquilamente las cabezas de los otros dos.

Aguardó. No salieron más llamas.

—¿Règine?

La voz de Annabeth resonó muy por encima de ella, como si estuviera gritando por la boca de una chimenea.

—¡Tranquila, no te comerán los tiburones! —gritó Règine.

—¡Gracias a los dioses! ¿Estás bien?

—Sí. Un momento.

Su vista se adaptó a la oscuridad. Escudriñó la cámara. La única luz venía de la brillante hoja de Annabeth y de los agujeros de arriba. El techo estaba a unos diez metros de altura. Lo lógico hubiera sido que Règine se hubiera roto las dos piernas en la caída, pero no iba a quejarse. Pero de tantas caídas que habían aguantado sus piernas a grandes alturas ya comenzaba a creer que tenía metales en vez de huesos.

La cámara era redonda, aproximadamente del tamaño de la plataforma de un helicóptero. Las paredes estaban hechas de toscos bloques de piedra con inscripciones griegas grabadas: miles y miles, como grafitis.

En el otro extremo de la estancia, sobre un estrado de piedra, se levantaba la estatua de bronce de un guerrero de tamaño humano —el dios Ares, supuso Règine —, con unas pesadas cadenas de bronce alrededor del cuerpo que lo sujetaban al suelo.

A cada lado de la estatua había dos puertas oscuras de tres metros de altura, con unas espantosas caras de piedra labradas sobre los arcos. A Règine le recordaron las gorgonas, salvo que tenían melenas de león en lugar de serpientes a modo de cabello.

De repente Règine se sintió muy sola.

—¡Annabeth! —gritó—. La caída es larga, pero se puede bajar sin peligro.
Tal vez… ¿Tienes una cuerda que puedas atar para que podamos volver a subir?

—¡Marchando!

Minutos más tarde una larga cuerda cayó por el foso central. Annabeth descendió.

—Règine Tanaka—se quejó—, ha sido sin duda el riesgo más estúpido que he visto correr a alguien, y tengo como mejor amigo estúpido que corre riesgos continuamente.

—Gracias. Supongo que estos son dragones de Ares. Es uno de sus animales sagrados, ¿verdad?

—Y allí está el dios encadenado. ¿Adónde crees que dan esas puertas…?

Règine levantó la mano.

—¿Oyes eso?

El sonido era como un redoble, con un eco metálico.

—Viene de dentro de la estatua —concluyó Règine—. Los latidos del dios encadenado.

Annabeth desenvainó su daga. A la tenue luz, su cara era de una palidez fantasmal, con los ojos desprovistos de color.

—No… no me gusta esto, Règine. Tenemos que marcharnos.

La parte racional de Règine estaba de acuerdo. Se le puso la carne de gallina.
Sus piernas se morían por echar a correr. Pero había algo en esa estancia extrañamente familiar…

—El santuario está intensificando nuestras emociones —dijo—. Es como estar cerca de mi madre, solo que este sitio irradia miedo, no amor. Por eso empecé a sentirme agobiada en la colina. Aquí abajo es mil veces más fuerte.

Annabeth examinó las paredes.

—Vale, necesitamos un plan para sacar la estatua. Tal vez subiéndola con una cuerda, pero…

—Un momento —Règine echó un vistazo a las caras de piedra de encima de las puertas—. Un santuario que irradia miedo. Ares tenía dos hijos divinos, ¿no?

—Fo—Fobos y Deimos —Annabeth se estremeció—. Pánico y Miedo. Percy coincidió con ellos en Staten Island.

Règine prefirió no preguntar qué hacían los dioses gemelos del pánico y el miedo en Staten Island.

—Creo que las caras de encima de las puertas son suyas. Este sitio no solo es un santuario de Ares. Es un templo del miedo.

Una risa profunda resonó por toda la cámara.

A la derecha de Règine apareció un gigante. No cruzó ninguna de las dos puertas. Simplemente salió de la oscuridad, como si hubiera estado camuflado contra la pared.

Era pequeño para ser un gigante: unos siete metros de alto, lo que le dejaba suficiente espacio para blandir la enorme almádena que tenía en las manos. Su armadura, su piel y sus patas con escamas de dragón eran de color carbón. En las trenzas de pelo negro como el petróleo brillaban cables de cobre y tarjetas de circuitos rotos.

—Muy bien, hija de Afrodita —el gigante sonrió—. Efectivamente, este es el templo del Miedo. Y estoy aquí para convertiros en creyentes.

—Gracias pero no estamos en el siglo XI. —murmuró Règine, con su arco en alto.



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Règine conocía el miedo, pero aquello era distinto.

Oleadas de terror la invadieron. Sus articulaciones se volvieron de goma. Su corazón se negaba a latir.

Los peores recuerdos inundaron su mente: Percy intentando matar a la diosa Aklis; El Tartaro; La batalla de Manhattan.

Y lo peor de todo, la primera vez que conoció el verdadero poder del embrujahabla.

Paralizada, observó cómo el gigante levantaba su almádena para aplastarlas.
En el último momento, saltó a un lado y placó a Annabeth. El martillo agrietó el suelo y salpicó la espalda de Règine de esquirlas de piedra.

El gigante se rió entre dientes.

—¡Oh, no ha sido justo!

Alzó otra vez su almádena.

—¡Levántate, Annabeth!

Règine la ayudó a ponerse en pie. Tiró de ella hacia el otro extremo de la sala, pero Annabeth se movía lentamente, con los ojos muy abiertos y desenfocados.

Règine entendió por qué. El templo estaba amplificando sus miedos personales. Règine recordó la vez que Annabeth le contó que aún tenía pesadillas con Aracne y la marca de Atenea.

Ella estaba segura que el templo estaba recreando todo eso en ella, así como el lugar se estaba transformando en el Tartaro.

—Estoy aquí —aseguró Règine, infundiendo confianza a su voz—. Saldremos de esta.

El gigante se rió.

—¡Una hija de Afrodita llevando a una hija de Atenea! Lo que me faltaba por ver. ¿Cómo me vencerías, muchacha? ¿Con maquillaje y consejos de belleza?

—Si es necesario lo haré. —respondió la chica frunciendo el ceño.

Afortunadamente, era lento y cargaba con un pesado martillo.

—Confía en mí, Annabeth —dijo Règine.

—U-un plan —dijo tartamudeando—. Yo iré a la izquierda. Tú a la derecha.


𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusWhere stories live. Discover now