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Percy.

Para la mala suerte de los semidioses se cruzaron con las arai, mejor conocidas como los espíritus de las maldiciones. Cumplen los deseos de los caídos y maldicen a los asesinos de estos, hay que tener mucho cuidado si eres un semidiós y has matado a miles a lo largo de tu vida sobre todo si te llamas Percy Jackson.

Percy y Règine se pusieron espalda con espalda, cuidando en el acto uno al otro como se les había hecho costumbre desde que cayeron al Tártaro.

—A Bob no le gustan las maldiciones —concluyó Bob.

Bob el Pequeño, el gatito esqueleto, desapareció dentro del mono de conserje.
Un gato listo.

El titán describió un amplio arco con su escoba y obligó a los espíritus a retroceder, pero volvieron a acercarse como la tormenta.

Servimos a los resentidos y a los vencidos, dijeron las arai. Servimos a los caídos que suplicaron venganza con su último aliento. Tenemos muchas maldiciones que compartir con vosotros.

El agua de fuego que Percy tenía en el estómago empezó a subirle por la garganta. Deseó que en el Tártaro hubiera mejores opciones en materia de bebida o un árbol que expendiera sal de frutas.

—Agradezco la oferta —dijo—. Pero mi madre me dijo que no aceptara maldiciones de extraños.

Al escuchar eso Règine quiso reírse pero en definitiva no era el momento.

La diabla más cercana se abalanzó sobre él. Sus garras se extendieron como huesudas navajas automáticas. Percy la partió en dos, pero en cuanto se hubo volatilizado, los lados del pecho le ardieron de dolor. Retrocedió tambaleándose y llevándose la mano a la caja torácica. Cuando apartó los dedos los tenía húmedos y rojos.

—¡Percy! —gritó Règine —. ¡Estás sangrando por los dos lados!

Era cierto. Los bordes izquierdo y derecho de su andrajosa camiseta estaban pegajosos de la sangre, como si una jabalina lo hubiera atravesado.
O una flecha... Las náuseas estuvieron a punto de derribarlo. « Venganza» . « Una maldición de los caídos» .

Se remontó a un enfrentamiento que había tenido lugar en Texas hacía dos años: una pelea con un ganadero monstruoso al que solo se podía matar si cada uno de sus tres cuerpos era atravesado al mismo tiempo.

—Gerión —dijo Percy—. Así es como lo maté...

Los espíritus enseñaron sus colmillos. Otras arai saltaron de los árboles negros, agitando sus alas curtidas.

, convinieron ellas. Experimenta el dolor que infligiste a Gerión. Eres el blanco de muchas maldiciones, Percy Jackson. ¿Cuál de ellas te matará? ¡Elige o te haremos trizas!

Logró mantenerse en pie. La sangre dejó de extenderse, pero todavía se sentía como si tuviera una barra metálica al rojo vivo clavada en las costillas. El brazo con el que sostenía la espada le pesaba y no tenía fuerza.

—No lo entiendo —murmuró.

La voz de Bob pareció resonar desde el final de un largo túnel.

—Si matáis a una, caerá una maldición.

—Pero si no las matamos... —dijo Règine, sin apartar la vista de una arai que desde hace rato le traía ganas de devorar a la hija de Afrodita.

—Ellas nos matarán a nosotros...—concluyó Percy.

Esta parte fue reescrita porque se me borró la mitad del capítulo y ya no me acuerdo cómo lo escribí.

¡Elige!, gritaron las arai. ¿Acabarás aplastado como Campe? ¿O desintegrado como los jóvenes telquines que mataste bajo el monte Santa Helena? Has sembrado mucha muerte y sufrimiento, Percy Jackson. ¡Te vamos a pagar con tu misma moneda!

Si de verdad encarnaban las maldiciones postreras de todos los enemigos a los que él había destruido, Percy estaban en un serio aprieto. Se había enfrentado a muchos enemigos.

La diabla que tenía en mira a Règine se abalanzó sobre ella a lo que la chica no dudó en soltar la flecha y volverla polvo, pero al momento ella se incorporó soltando un grito de dolor, una niebla negra la rodeó seguido de desaparecer y dejar a la vista una horrible anciana llena de arrugas, berrugas y una enorme nariz.

Règine convirtió su arco en un espejo y se miró en el con manos temblorosas, al verlo soltó otro grito pero esta vez de horror.

—¡Soy fea! —sollozó cubriéndose el rostro con sus manos arrugosas.

Percy corrió a su lado mientras las arai se reían a carcajadas.

La anciana que abandonaste hace tiempo, te maldijo con su último aliento que fueras tan fea como ella, dijeron las arai. Prepárate hija de Afrodita, que la fealdad no será lo único que recibirás como maldición.

—Estoy contigo —aseguró Percy.

Rodeó a la vieja Règine con el brazo, pero, cuando las arai avanzaron, no supo cómo iba a protegerlos a los dos.

Una docena de diablas saltaron por todas partes, pero Bob gritó:

—¡BARRE!

Su escoba pasó volando por encima de la cabeza de Percy. Toda la línea ofensiva de las arai cayó hacia atrás como un montón de bolos.

Otras arai avanzaron en tropel. Bob golpeó a una en la cabeza y atravesó a otra antes de reducirla a polvo. Las otras retrocedieron.
Percy contuvo el aliento, esperando a que su amigo titán cayera fulminado por una terrible maldición, pero Bob parecía encontrarse bien: un enorme guardaespaldas plateado capaz de mantener la muerte a raya con el utensilio de limpieza más aterrador del mundo.

—¿Estás bien, Bob? —preguntó Percy—. ¿No te ha caído ninguna maldición?

—¡Ninguna maldición para Bob! —convino Bob.

Las arai gruñían y daban vueltas observando la escoba.

El titán ya está maldito. ¿Por qué deberíamos torturarlo más? Tú le borraste la memoria, Percy Jackson.

La punta de lanza de Bob descendió.







𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusWhere stories live. Discover now