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Règine observó horrorizada cómo el rey de los gigantes se levantaba cuan largo era: casi tan alto como las columnas del templo. Su cara era verde como la bilis, con una sonrisa torcida de desprecio y el pelo de color alga trenzado con espadas y hachas robadas a semidioses muertos.

Se alzó amenazante por encima de los cautivos, observando cómo se retorcían.

—¡Han llegado tal como predijiste, Encélado! ¡Bien hecho!

El nombrado agachó la cabeza, y los huesos trenzados en sus rastas hicieron ruido.

—Ha sido fácil, mi rey.

Los grabados de llamas de su armadura relucían. En su lanza ardía un fuego morado. Solo necesitaba una mano para sujetar a su cautivo. A pesar del poder de Percy Jackson, a pesar de todas las cosas a las que había sobrevivido, al final no podía hacer nada frente a la fuerza bruta del gigante... y la inevitabilidad de la profecía.

Règine se percató que su media hermana no se encontraba en el centro, eso daba a entender que Piper no había sido capturaba. Comenzó a buscarla con la mirada pero lo único que encontró fue a otro gigante viéndola sin disimulo, al parecer sospechaba de ella. 

—Gran sacrificio. Viva madre tierra. —dijo con la voz aspera que portaban aquellos monstruos y alzando su mano derecha en puño alto. 

Esperaba que le haya creído porque con ese comentario que dijo debió de aumentar las sospechas. 

—Sabía que estos dos dirigirían el ataque —continuó Encélado—. Sé cómo piensan. ¡Atenea y Poseidón eran iguales que estos críos! Los dos han venido creyendo que iban a reclamar esta ciudad. ¡Su arrogancia ha acabado con ellos!

Por encima del rugido del gentío, Règine apenas podía oír sus pensamientos, pero repitió mentalmente las palabras de Encélado: « Estos dos dirigirían el ataque» . El corazón se le aceleró.

Los gigantes habían esperado a Percy y a Annabeth. No la esperaban a ella ni a Piper.

Por una vez, ser Règine Tanaka, la hija de Afrodita, a quien nadie tomaba en serio, podía jugar a su favor.

Annabeth trató de decir algo, pero la giganta Peribea la sacudió por el cuello.

—¡Cállate! ¡No quiero que me engatuses con tu pico de oro!

La princesa desenvainó un cuchillo de caza, largo como la espada de su media hermana.

—¡Déjame hacer los honores, padre!

—Espera, hija —el rey dio un paso atrás—. El sacrificio debe hacerse bien.

¡Toante, destructor de las Moiras, preséntate!

El gigante gris y arrugado apareció arrastrando los pies y sosteniendo un enorme cuchillo de carnicero. Clavó sus ojos lechosos en Annabeth.

Percy gritó. En el otro extremo de la Acrópolis, a cien metros de distancia, un géiser de agua salió disparado.

El rey Porfirio se rió.

—Tendrás que hacerlo mejor, hijo de Poseidón. La tierra es demasiado poderosa aquí. Incluso tu padre solo pudo hacer brotar una fuente salada. Pero descuida. ¡El único líquido que necesitamos de ti es tu sangre!

Règine escudriñó desesperadamente el cielo. ¿Dónde estaba el Argo II?

Miró su mano y se dio cuenta la niebla se comenzaba a disipar por lo que no dudó en salir entre la multitud y esconderse detrás de un árbol. Al hacerlo la niebla se fue completamente dejando a la vista nuevamente su cuerpo humano. Regresó su mirada hacia los andamios donde su corazón se estrujó al ver a Percy y a Annabeth apunto de ser sacrificados.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusWhere stories live. Discover now