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Acogedora.

Règine nunca había pensado que describiría algún elemento del Tártaro de esa manera, pero a pesar de que la choza del gigante era del tamaño de un planetario y estaba construida con huesos, barro y piel de drakon, desde luego resultaba acogedora.
En el centro ardía una hoguera hecha de brea y huesos; sin embargo, el humo era blanco e inodoro, y salía por el agujero que había en mitad del techo. El suelo estaba cubierto de hierba seca del pantano y trapos de lana gris. En un lado había una enorme cama confeccionada con pieles de carnero y cuero de drakon. En el otro colgaban percheros independientes con plantas secándose, piel curada y lo que parecían tiras de cecina de drakon. El lugar olía a estofado, humo, albahaca y tomillo.

Bob ya había colocado a Percy en la cama del gigante, donde casi había desaparecido entre la lana y la piel. Bob el Pequeño saltaba encima de Percy y sobaba las mantas, ronroneando tan fuerte que el lecho se agitaba como una cama con masaje.

Damasén el gigante pacífico con el que los había llevado Bob, se acercó pesadamente a la hoguera. Lanzó la carne de drakon a una cazuela colgada que parecía hecha con un viejo cráneo de monstruo y a continuación cogió un cucharón y la empezó a remover.
Règine no quería ser el siguiente ingrediente en su estofado, pero había ido allí por un motivo. Respiró hondo y se acercó a Damasén con paso resuelto.

—Mi amigo se está muriendo. ¿Puedes curarlo o no?

Damasén la miró con el entrecejo fruncido por debajo de sus pobladas cejas rojas. Règine había conocido a humanoides grandes y espeluznantes, pero Damasén la inquietaba de otro modo. No parecía hostil. Irradiaba pena y amargura, como si estuviera tan absorto en su tristeza que le molestara que Règine le hiciera centrarse en otra cosa.

—No oigo palabras como esas en el Tártaro —masculló el gigante—. « Amigo» . « Promesa» .

Règine soltó un suspiro cruzándose de brazos.

—¿Qué hay de la sangre de gorgona? ¿Puedes curarla o Bob ha exagerado tus aptitudes?

Cabrear a un cazador de drakones de seis metros de altura probablemente no fuera una estrategia prudente, pero Percy se estaba muriendo y ella debía de buscar la manera de salvarlo. No tenía tiempo para ser diplomática.

Damasén la miró ceñudo.

—¿Cuestionas mis aptitudes? ¿Una mortal medio muerta entra en mi pantano y cuestiona mis aptitudes?

—Sí —dijo ella mirando sus sucias uñas, necesitaba una manicura urgentemente.

—Hum —Damasén le dio el cucharón a Bob—. Remueve.

Mientras Bob se ocupaba del estofado, Damasén examinó con detenimiento sus perchas de secado, y arrancó varias hojas y raíces. Se metió un puñado de plantas en la boca, las masticó bien y acto seguido las escupió en un montón de lana. Règine hizo una mueca de asco ante eso.

—Una taza de caldo —ordenó Damasén.

Bob recogió un poco de jugo de estofado con el cucharón y lo echó en una calabaza hueca. Se la dio a Damasén, que remojó la bola pastosa y la removió con el dedo.

—Sangre de gorgona —murmuró—. No supone ningún reto para mí.

Se acercó pesadamente a la cabecera de la cama y recostó a Percy con una mano. Bob el Pequeño olfateó el caldo y siseó. Arañó las sábanas con sus garras como si quisiera sepultarlo.

—¿Vas a darle de comer eso? —preguntó Règine.

El gigante le lanzó una mirada furibunda.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusWhere stories live. Discover now