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—Nada de planes, Annabeth.

—¿Qu-qué?

—No necesitamos un plan. ¡Sígueme!

El gigante blandió su martillo, pero lo esquivaron fácilmente. Règine saltó hacia delante y le disparó una flecha detrás de la rodilla. Mientras el gigante rugía indignado, Règine metió a Annabeth en el túnel más cercano. Enseguida las engulló una oscuridad absoluta.

—¡Idiotas! —gritó el gigante detrás de ellas—. ¡Os habéis equivocado de camino!

—No te detengas —Règine agarró fuerte la mano de Annabeth—. Está bien.
Vamos.

No podía ver nada. El brillo de su arco había desaparecido, como si se le hubiera acabado una batería inexistente. Avanzó rápidamente de todas formas, confiando en sus emociones. Por el eco de sus pisadas, el espacio que las rodeaba parecía ser una enorme caverna, pero no podía estar segura. Simplemente siguió en la dirección que agudizaba su miedo.

—Es como la Casa de la Noche que me contaste, Règine —dijo Annabeth—. Deberíamos cerrar los ojos.

—¡No! —negó Règine—. Esta es distinta, lo sé. Manten los ojos abiertos. No podemos tratar de escondernos.

La voz del gigante provenía de algún lugar delante de ellas.

—Perdidas para siempre. Tragadas por la oscuridad.

Annabeth se quedó paralizada y obligó Règine a detenerse también.

—¿Por qué nos hemos metido aquí? —preguntó Annabeth—. Estamos perdidas. ¡Hemos hecho lo que él quería! Deberíamos haber esperado el momento adecuado, hablado con el enemigo y pensado un plan. ¡Siempre funciona!

—Annabeth, nunca desobedezco tus consejos —Règine mantuvo un tono de voz tranquilizador—. Pero esta vez tengo que hacerlo. No podemos salir de este sitio usando la razón. No puedes escapar de las emociones pensando.

La risa del gigante resonó como una carga de profundidad al detonar.

—¡Abandona toda esperanza, Règine Tanaka! Soy Mimas, nacido para matar a Hefesto. Soy el que desbarata los planes, el que destruye las máquinas bien engrasadas. Nada sale bien en mi presencia. Los mapas se leen mal. Los aparatos se estropean. Los datos se pierden. ¡Las mentes más brillantes se hacen papilla!

—¡Yo… yo me he enfrentado a enemigos peores que tú! —gritó Annabeth.

—¡Oh, ya veo! —el gigante sonaba ya mucho más cerca—. ¿No tienes miedo?

—¡Jamás!

—Claro que tenemos miedo —la corrigió Règine—. ¡Tenemos pavor!

El aire se movió. Annabeth empujó a Règine a un lado justo a tiempo.

¡ZAS!

De repente estaban otra vez en la sala circular; la luz tenue esa vez era casi cegadora. El gigante estaba cerca, tratando de extraer el martillo del suelo donde lo había incrustado. Règine colocó una flecha en su arco y la disparó justo en el muslo.

—¡Ayyy!

Mimas soltó el martillo y arqueó la espalda.

Règine y Annabeth se escondieron detrás de la estatua encadenada de Ares, que todavía palpitaba emitiendo unos latidos metálicos: « pom, pom, pom» .

El gigante Mimas se volvió hacia ellas. La herida de su pierna se estaba cerrando.

—No podéis vencerme —gruñó—. En la última guerra hicieron falta dos dioses para derribarme. Nací para matar a Hefesto, ¡y lo habría hecho si Ares no se hubiera unido en mi contra! Deberíais haber seguido paralizadas de miedo.
Vuestra muerte habría sido más rápida.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusWhere stories live. Discover now