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Règine.

Règine nunca había tenido miedo a la oscuridad.

Pero normalmente la oscuridad no medía doce metros de altura. No tenía alas negras, un látigo hecho de estrellas y un tenebroso carro tirado por caballos vampiro.

Nix era tan excesiva que resultaba casi imposible de asimilar. Alzándose por encima del abismo, su figura de cenizas y humo era del tamaño de la Atenea Partenos, pero mucho más viva. Su vestido era de un negro vacío, mezclado con los colores de una nebulosa espacial, como si en su corpiño nacieran galaxias. Su cara resultaba difícil de ver salvo los puntos de sus ojos, que brillaban como quásares. Cuando sus alas batían, oleadas de oscuridad se extendían sobre los precipicios, y eso hacía que Règine se sintiera pesada y soñolienta y que su vista se nublara.

El carro de la diosa estaba hecho del mismo material que la espada de Nico di Angelo —hierro estigio— e iba tirado por dos enormes caballos totalmente negros a excepción de sus puntiagudos colmillos plateados. Las patas de los animales flotaban en el abismo, y al moverse se volvían de humo.

Los caballos gruñeron y enseñaron los colmillos a Règine. La diosa hizo restallar su látigo —una fina raya de estrellas como púas de diamantes—, y los caballos se encabritaron.

—No, Penumbra —dijo la diosa—. Abajo, Sombra. Esos pequeños premios no son para ti.

Percy observó el relincho de los caballos. Todavía estaba envuelto en la Niebla de la Muerte, pero parecía un cadáver desenfocado. Tampoco debía de ser un camuflaje muy bueno, ya que era evidente que Nix podía verlos.

Règine no podía descifrar bien la expresión del rostro macabro de Percy.
Al parecer, no le gustaba lo que estaban diciendo los caballos.

—Entonces ¿no va a dejar que nos coman? —preguntó a la diosa—. Tienen muchas ganas de comernos.

Los ojos de quásares de Nix ardían.

—Por supuesto que no. No dejaría que mis caballos os comieran, como tampoco dejaría que Aclis os matara. Sois unos premios demasiado valiosos. ¡Antes me mataría yo misma!

Règine no se sentía especialmente ingeniosa ni valiente, pero su instinto le decía que si no tomaba la iniciativa, la conversación sería muy breve.

—¡Oh, no se mate! —gritó—. No damos tanto miedo.

La diosa bajó su látigo.

—¿Qué? No, no me refería…

—¡Eso espero! —Règine miró a Percy y se rió de manera forzada—. No querríamos asustarla, ¿verdad?

—Ja, ja —dijo Percy débilmente—. No, claro que no.

Los caballos vampiro parecían confundidos. Se encabritaban y resoplaban y chocaban sus cabezas oscuras. Nix tiró de las riendas.

—¿No sabéis quién soy? —preguntó.

—Es usted la Noche, supongo —dijo Règine, al momento de decirlo, se le ocurrió una gran idea—. Lo sé porque es oscura y todo eso, aunque en el folleto no decía mucho sobre usted.

Nix guiñó los ojos por un instante.

—¿Qué folleto?

Règine se tocó los bolsillos.

—Cariño, ¿tú tienes el folleto?

Percy por un momento pareció sorprenderse ante como lo había llamado Règine, pero al captar el porqué lo hacía, comenzó a buscar desesperado entre sus bolsillos dicho folleto.

—No. Creí que tú lo tenías.

—Diablos, lo perdí camino aquí.

—En fin —dijo—, supongo que en el folleto no ponía gran cosa porque usted no aparecía destacada en la visita. Hemos visto el río Flegetonte, el Cocito, las arai, el claro venenoso de Aclis, hasta unos titanes y gigantes, pero Nix… no, usted no figuraba.

—¿« Figuraba» ¿ ¿« Destacada» ¿

—Sí —contestó Percy, a quien le estaba empezando a gustar la idea—.
Hemos venido de visita al Tártaro… en plan destino exótico, ¿sabe? En el inframundo hace demasiado calor. Y el monte Olimpo es para turistas…

—¡Dioses, ya te digo! —convino Règine—. Así que reservamos la excursión al Tártaro, pero nadie nos dijo que nos encontraríamos a Nix. En fin, supongo que no les parecía importante.

—¿Qué no les parecía importante?

Nix hizo restallar su látigo. Sus caballos corcovearon y chasquearon sus colmillos plateados. Oleadas de oscuridad brotaron del abismo, y a Règine se le removieron las entrañas, pero no podía mostrar su miedo.

Empujó hacia abajo el brazo con el que Percy sostenía la espada y le obligó a bajar el arma. Aquella diosa superaba a todos los adversarios a los que se habían enfrentado. Nix era mayor que cualquier dios del Olimpo, cualquier titán o cualquier gigante, incluso mayor que Gaia. Era imposible que dos semidioses la vencieran; por lo menos, usando la fuerza.

Règine se obligó a mirar la enorme cara oscura de la diosa.

—Bueno, ¿cuántos semidioses más han venido a visitarla? —preguntó inocentemente.

La mano de Nix aflojó las riendas.

—Ninguno. Ni uno solo. ¡Es inaceptable!

Règine hizo un puchero en señal de decepción.

—A lo mejor es porque no ha hecho nada para salir en las noticias. ¡Entiendo que Tártaro sea importante! Todo este sitio se llama como él. O si conociéramos al Día…

—Oh, sí —terció Percy—. ¿El Día? Debe de ser impresionante. Me encantaría conocerlo. Y pedirle un autógrafo.

—¡El Día! —Nix agarró la barandilla de su carro negro. Todo el vehículo tembló—. ¿Os referís a Hemera? ¡Es mi hija! ¡La Noche es mucho más poderosa que el Día!

—Eh —añadió Règine—. Yo prefiero a las arai, o incluso a Aclis.

—¡También son hijas mías!

Percy contuvo un bostezo.

—Tiene muchos hijos, ¿eh?

—¡Soy la madre de todos los terrores! —gritó Nix—. ¡Las mismísimas Moiras! ¡La Vejez! ¡El Dolor! ¡La Muerte! ¡Y todas las maldiciones! ¡Mirad si soy noticia!







 ¡Las mismísimas Moiras! ¡La Vejez! ¡El Dolor! ¡La Muerte! ¡Y todas las maldiciones! ¡Mirad si soy noticia!

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Nix hizo restallar su látigo otra vez. La oscuridad se cuajó a su alrededor. A cada lado apareció un ejército de sombras: más arai con alas oscuras, cuya visión no despertó mucho entusiasmo a Règine; un anciano ajado que debía de ser Geras, el dios de la vejez; y una mujer más joven vestida con una toga negra que tenía unos ojos brillantes y una sonrisa de asesina en serie: Eris, sin duda, la diosa de la discordia. Y siguieron apareciendo más: docenas de demonios y dioses menores, todos hijos de la Noche.

Règine quería huir. Se enfrentaba a una prole de horrores capaces de hacer perder el juicio a cualquiera. Pero si huía, moriría.
A su lado, Percy empezó a respirar con dificultad. A pesar de su neblinoso disfraz de demonio, Règine sabía que estaba al borde del pánico. Ella le agarró la mano disponible y la entrelazó, por un momento creyó que se la iba a soltar pero en vez de eso la apretó levemente, le dio una mirada rápida a Percy y este a ella.

Debían de ser fuertes si querían salir de allí, si querían volver a ver a sus amigos y ponerle fin a las puertas de la muerte. Règine no iba a dejar que una diocesilla caprichosa echara a la borda todo lo que habían logrado hasta ahora.

—Sí, no está mal —reconoció—. Supongo que podríamos hacer una foto para el álbum, pero no las tengo todas conmigo. Son ustedes tan… oscuros. Aunque usara el flash, no estoy segura de que saliera.

—Sí —logró decir Percy—. No son fotogénicos.

—¡Turistas… desgraciados! —susurró Nix—. ¿Cómo osáis no temblar ante mí? ¿Cómo osáis no llorar ni suplicarme que os dé un autógrafo y una foto para vuestro álbum? ¿Queréis algo que sea noticia? ¡Mi hijo Hipnos durmió a Zeus una vez! Cuando Zeus lo persiguió por la Tierra, empeñado en vengarse, Hipnos se escondió en mi palacio buscando protección, y Zeus no le siguió. ¡Hasta el rey del Olimpo me teme!

—Ah —Règine miró a Percy—. Bueno, se está haciendo tarde. Deberíamos comer en uno de los restaurantes que nos ha recomendado el guía turístico. Luego buscaremos las Puertas de la Muerte.

—¡Ajá! —gritó Nix triunfalmente.

Su prole de sombras se agitó y repitió:
—¡Ajá! ¡Ajá!

—¿Queréis ver las Puertas de la Muerte? —preguntó Nix—. Se encuentran en el centro mismo del Tártaro. Los mortales como vosotros nunca llegan a ellas, salvo por los pasillos de mi palacio: ¡la Mansión de la Noche!

Señaló detrás de ella. Flotando en el abismo casi cien metros más abajo había una puerta de mármol negro que daba a una especie de habitación grande.


















𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusWhere stories live. Discover now