II Infancia

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Todo terminó para empezar de nuevo en otra época. En un tiempo donde mirábamos con ojos de niños hacia un mundo virgen, desconocido e inexplorado, que se abría sumiso para ser sometido. Un mundo donde todo era posible con imaginarlo, con tan siquiera desearlo.

Las imágenes de aquellos recuerdos vienen a mi mente como si de un apacible sueño se tratara, como si anduvieran a pequeños saltos en la serenidad de un tiempo que avanza tranquilo, sin prisa por llegar a ninguna parte, a ningún lugar.

¡Ah, qué maravilloso pudo haber sido si hubiera sucedido de otro modo!

Despuntaban los primeros rayos del majestuoso Señor, al que los hombres pusieron por nombre Sol y al que muchos llamaban Dios. Suspendido grácil en el cielo, ofreciendo con un guiño la luz y con un beso la vida. Y lentamente se fue levantando del entresueño, adormecido, pensativo, hasta elevarse entre imponentes montañas que se estiraban en pugna hacia él, como si quisieran acariciarlo. Aquellas que de entre todas eran las más altas, se escondían tímidas entre las nubes. De sus almohadas de algodón se arropaban con el suave manto encalado de terciopelo blanco de nieves frías y perpetuas. Del monocolor inmaculado a la amalgama de vivos verdes de vetustos y tupidos árboles que se derramaban como glauco río de inagotable vida en un frondoso bosque.

A los pies de la arboleda se extendía un valle tan fértil que la hierba crecía alta, su tono pálido se difuminaba en destellos por el brillo del rocío: lágrimas que la misma luna dejó a su paso la noche anterior.

El aroma fresco de la jara, el tomillo, el romero, la lavanda y la verbena se esparcía entremezclado con el perfume de miles de flores, sin nombres aún, que crecían sin más razón que la perfección de la frágil belleza, en lo fugaz de su propia existencia. El viento silbaba acompasado con el canto de pajarillos que en pequeñas bandadas revoloteaban henchidos de gozo, despreocupados por entre el matorral; tal era su felicidad que no podían más que cantarla, deseosos de contagiarla a los demás de ella. Las notas de amor se abrazaban al borboteo del agua de los arroyos, que nacían cristalinos en los picos más altos y se juntaban en un tranquilo río que, cansino, envejecía camino del generoso y abundante mar.

¿Cómo puede explicarse la belleza del paraíso en el que vivíamos? ¿Qué incalculable tesoro pudo alcanzar tanto valor? ¿En qué cofre guardar tanta riqueza y tanta variedad?

¿Qué es la vida? En sí y sola consigo, pues sin ella el vacío; y corre, vuela, nada, canta, baila, sueña, llora, ríe... y ama. Ella es el principio, sin ella... el final. Es la vida la esencia de la magia que de la nada, incansable y generosa, se reinventa a sí misma sin parar.

La algarabía y el canto de algunas mujeres lavando la ropa, arrodilladas entre las piedras de un pequeño arroyo que serpenteaba tranquilo, paralelo al camino, atrajeron mi atención, despertándome del sopor de las ilusiones y los deseos. Un gran roble las cubría con su sombra, aunque algunos esquivos rayos se le escapaban de entre la tupida red de ramas y hojas, cubriéndolas de un ambiente especial de colores, luces, reflejos radiantes y sombras.

No muy lejos de las lavanderas, un grupo de niños jugaba chapoteando en una pequeña poza. Sus risas infantiles no entendían de preocupaciones ni problemas: la inocencia de aquellos que desconocen el miedo, disfrutando de juegos como si nunca fueran a terminar. No comprenden que la vida se pasa, que lenta pero inexorablemente se extingue, porque para ellos acaba de empezar. Uno de ellos movió la mano en señal de invitación mientras saltaba desde un pequeño puente que cruzaba el riachuelo que se perdía entre el cañaveral.

Ería, mi hermana pequeña, permanecía inmóvil junto a mí, mirando hacia los niños. Sus ojos pequeños y redondos cambiaron del color rojo al del arco iris como solía ocurrir cuando algunas lágrimas le comenzaban a brotar.

La sangre de EnocWhere stories live. Discover now