III Camino

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El camino que ha de recorrer el ser humano, de principio a fin ha sido, es y será siempre el mismo, permaneciendo en sí recto e invariable; sin embargo, no todos lo entienden de igual manera ni lo afrontan ni lo recorren del mismo modo o con parecida intensidad. Tan solo cambia la realidad que vemos y percibimos por nuestros sentidos en cada época determinada, pues el mundo se transforma en la forma y manera que determina nuestra voluntad, tal es el poder que ejercemos sobre él.

Elena estiraba su cuello buscando con el rostro un rayo de sol. Aspiró una bocanada de aquella inigualable tarde de verano y pareció como si pudiera dejarse llevar y ser una con todo lo que la envolvía; deshaciéndose en cada brizna de hierba, en cada flor. Junto a ella todo parecía renacer con un brillo diferente. Una tupida alfombra de amapolas rojas crecía a su paso, abriéndole el camino a la eterna primavera.

Busqué a Ería. ¡Cuánta prisa por llegar a todo aquello que ya alcanzaba a tocar en su imaginación! Avanzaba siempre con un paso que nunca la cansaba. Tiraba de mí, y sentí la vitalidad de su energía, su ilusión por descubrir nuevos horizontes, por aprender, pero sobre todo por crecer, crecer de todas las formas que le permitían su pequeño cuerpo y su gran mente.

¡Qué diferentes las dos! La una absorta en un sueño tranquilo, disfrutando sin prisas de todo al pasar. La otra ávida por llegar para volver a empezar en busca de más.

Y junto a ellas yo, el hermano, feliz simplemente por estar a su lado, de verlas crecer, de sentirlas contentas. Ellas lo eran todo para mí, ellas colmaban mis sentidos. Junto a ellas no existían los temores, la tristeza, ni la soledad.

Elena se detuvo frente a un altar de piedra a un lado del camino, se puso de rodillas y en voz alta comenzó a rezar. 

—Venid junto a mí y dad gracias al buen Dios, compartamos nuestra dicha con el Sol.

Ería miró risueña y compasiva hacia la bondad de su hermana. Ella no tenía tiempo para dedicar a dioses, ni necesitaba de nada de aquellas supersticiones para poder seguir su propio camino.

Yo, incrédulo, intenté zafarme como lo hacía sagazmente la menor. Pero Elena, a la vez que dejaba escapar la mano de ella, apretaba la mía con fuerza.

Una extraña sensación, como si algo me golpeara de frente y me atravesara, recorrió de súbito todo mi cuerpo a la par que un fogonazo deslumbraba mis ojos, mostrándome incomprensibles imágenes que pasaban frente a mí a gran velocidad, dejándome entrever un lugar lejano de una realidad diferente que está aún por llegar y en la que una inmensa ciudad de edificios altos como montañas se consumía pasto del fuego y, con ellos, todo cuanto allí había.

—Ven Malk, demos gracias a nuestro Señor —me avisó con tierna voz Elena, despertándome de la visión y recobrándome a esta nuestra realidad.

En el interior del altar había  una estatuilla rígida con forma humana hecha de barro, el material más abundante y menos valioso que existe en la tierra. Arcilla modelada por hábiles manos, capaz de sacar del interior del hombre la fuerza de una fe que todo lo puede.

Me arrodillé junto a mi hermana por no contrariarla. Una nueva y reconfortante sensación recorrió mi interior. Pasé de la incredulidad y el desprecio inicial a una sosegada paz. Comprendí que, por muy bajo que cayéramos, siempre encontraríamos un trozo de barro en el que poder buscarnos y... ¿por qué no?, tal vez encontrarnos.

Elena entresacó el clavel de su pelo y lo colocó a los pies de la estatuilla entre otras muchas ofrendas.

—Vamos, Malk... Veo que el Señor te ha serenado ya. Continuemos nuestro camino, vayamos con el espíritu en paz a nuestra querida y admirada ciudad, nuestro gran hogar.

La sangre de EnocUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum