XIV Despedida

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Cada día volvía la muchacha bella. Yo la esperaba impaciente en el jardín de rosas, junto al pozo de los deseos. Me contaba cuentos de lugares lejanos, de mundos perdidos entre las estrellas; me hablaba de los seres que los habitan, de sus tradiciones y costumbres y de sus formas de vida. Yo me deleitaba escuchándola, imaginando lugares tan maravillosos.

Cada tarde me mostraba y enseñaba nuevas danzas y yo disfrutaba dejándome llevar por sus pasos de baile. Éramos la envidia de las golondrinas que en el cielo imitaban nuestras acrobacias. Y juntos cuidábamos y regábamos con todo nuestro cariño aquel jardín de rosas entre inocentes arrullos de amor como tórtolas enamoradas.

Su pena era mi tristeza, su alegría mi felicidad. Su entereza se convirtió en mi ilusión, sus sueños en mi esperanza. Y cada tarde, antes de marchar, se despedía con la misma canción y con un beso que sellaba nuestro amor.

Llegó una tarde corriendo como hacía siempre. Lloraba abatida, desconsolada, como nunca la vi antes. Se abrazó a mis piernas envuelta en lágrimas. 

—Me voy, niño de barro, he de irme. La madre ha dado orden de que nos preparemos para nuestra marcha. Mañana al alba saldremos en busca de otros lugares. Enoc nos acompaña.

Yo era incapaz de articular palabra, la noticia me había pillado de sorpresa y me sentía abrumado, desconcertado. Enoc no nos había dicho nada y nunca pude imaginar que algo así pudiera pasar.

—Sé que vinimos y nos preparamos para eso, que nos quedamos para cumplir una importante misión: compartir nuestros conocimientos y experiencias con todas aquellas mujeres que sufren en este mundo, para llevarles ilusión y esperanza. Pero ahora, ahora que te he conocido, ahora no quiero alejarme de tu lado. —La muchacha bella se apretó en un fuerte abrazo en mi pecho desnudo, intentando anidar en él.

Tomó aire después de un largo beso y nerviosa siguió hablando:

—Cuando la suma sacerdotisa pidió voluntarias para este viaje, fui la primera en ofrecerme. Conocía los peligros que correría, que jamás volvería a ver a mi familia, que no regresaría a mi hogar. Es más, tenía la corazonada de que por alguna razón, nunca más volvería a mi mundo. Pero no me importaba, estaba dispuesta a afrontar el desafío. Mas ahora que te he conocido, no tengo fuerzas para separarme de ti, no quiero dejarte, mi amor.

Yo seguía sin decir nada, intentaba calmarla con caricias y besos, pero... y a mí, a mí ¿quién me consolaba? De repente, el recuerdo de la realidad que me acuciaba caía sobre mí como una losa y me aplastaba. En aquellas tardes de verano, junto a ella, había olvidado los enfrentamientos de Elena y Saulo y el aciago destino que nos esperaba.

Nos recompusimos como pudimos. Nos asomamos al pozo sin fondo y en él echamos una corona seca hecha con pétalos de rosas. Pero ninguno de los dos se atrevió a preguntarle lo que con temor se nos pasaba por la cabeza: si alguna vez nos volveríamos a ver. Hay cosas en el amor que no son necesarias preguntar para saber...

La muchacha bella me dio un beso y dándose la vuelta comenzó a andar. Corrí hacia ella, la abracé por detrás. 

—Antes de que te vayas quiero hacerte un regalo para que nunca me olvides y me recuerdes cada vez que te sientas triste y sola.

Al tacto de mi cuerpo el suyo se estremeció, al latido de mi corazón sobre su espalda su alma se calmaba, entre mis brazos se sentía segura y en paz, dejó de llorar. Extendí mi mano para coger la suya, y con suma ternura y suavidad coloqué un anillo en uno de sus delgados dedos. Un fino aro de plata terminado en dos manos entrelazadas. El anillo que una vez selló el amor de Leteo y Elena, y que un día mi hermana despreció y a mí, en un requiebro del destino, me fue a buscar.

La sangre de EnocTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang